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viernes, 14 de octubre de 2022

Fueron pronunciadas en tiempos de Job

¿Qué palabras pueden esperarse de alguien que acaba de perder en muerte violenta a diez hijos, a la par de todas sus posesiones y tiene, como gravamen extremo, su cuerpo afectado por un inesperado y mortificante mal? Las importunas palabras de los amigos cercanos son como «sal en la herida». ¿Qué puede esperarse de alguien que sufra así? ¿Qué dirá cuando se logren abrir las puertas de sus labios?

Tal cosa no es ficción hipotética; ya le pasó a un hombre hace mucho tiempo. Se llamaba Job. Navegando en tales mares, todos le oyeron decir: «Mas he aquí que en los cielos está mi testigo, y mi testimonio en las alturas» (Job 16: 19).

Grandioso testimonio para un momento en que no está desarrollada todavía la teología del dolor. Del lado de acá de la historia, trascendidos los tiempos de la cruz y el martirio de los apóstoles y la persecución de los hijos de Dios por causa de la fe, es posible, más que sufrir, gloriarse en el dolor. Pablo escribió a Timoteo: «participa de las aflicciones por el evangelio según el poder de Dios» (II Ti. 1: 8). Pablo escribió a los colosenses: «Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia» (Col. 1: 24). Pablo escribió a los romanos: «Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse» (Ro. 8: 18).

Pero aquellos no eran los tiempos de Timoteo, de los colosenses o los romanos. No eran los tiempos de Pablo. Eran los tiempos de Job.

Por eso son grandes aquellas palabras. Fueron pronunciadas en los tiempos de Job.



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