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jueves, 16 de enero de 2020

La doctrina de la concurrencia

La Fraternidad de Hombres de Negocios del Evangelio Completo en Cuba (FIHNEC) llegó a tener en mi sede una importante representación porque su presidente, Osmar Alfonso Gorina, era oveja de mi redil. Solían, durante nuestro largo pastorado en Santa Amalia, La Habana, invitarnos a predicar en sus multitudinarias reuniones que desarrollaban en recintos espaciosos de hoteles o en los espacios abiertos de los parques. Con curiosidad oía allí el testimonio de aquellos hombres transformados por el poder de Dios. Eran gente en su mayoría rústica, moldeadas por el esfuerzo y el trabajo, e ilustraban sus ideas bíblicas por caminos impredecibles. Es así que, un día, Osmar Alfonso trataba de explicar en qué dimensión Dios tiene un control soberano de todo lo que existe en la naturaleza, e hizo un cuento para hacerse entender. Sorprendidos le escuchamos decir:

Era un juego de golf. Un gran público asistía porque los jugadores eran personas extraordinarias de la historia bíblica. Comenzó el juego; Moisés se dirigió al lugar donde estaba colocada la pelota, levantó el palo de golf y la golpeó con todas sus fuerzas. La pelota fue a dar en el centro mismo del lago próximo, y se hundió por ende en sus aguas. La multitud hizo un sonido de desaprobación. Moisés entonces se acercó al borde del lago, sacudió su manto sobre las aguas, éstas se dividieron en dos; descendió en seco al fondo, golpeó de nuevo la pelota y ésta fue a dar al agujero indicado. Aplausos de todos.
Turno siguiente; aparece el Señor Jesús; con serenidad golpeó la pelota; ésta se elevó y fue directo al lago, y al llegar a su superficie se detuvo, y no se hundió. Silencio de todos. El Señor Jesús fue al borde del lago, caminó sobre las aguas, llegó donde la pelota, la golpeó y ésta fue a dar directamente en el agujero. Ovación cerrada del inmenso auditorio.
Turno siguiente; se acerca un anciano; golpea con el palo de golf la pelota; ésta se eleva y se enrumba al lago cercano, y ya llegando a la superficie salta un pez y se la traga; antes de que todos tengan tiempo de respirar un águila irrumpe desde el espacio, y se lleva en sus patas al pez. Se aleja el ave en resuelto y elevado vuelo, ante la mirada despavorida de la gente que no atina acerca de qué decir, cuando de pronto cae un rayo del cielo, mata al águila, el ave libera al pez, éste abre la boca y suelta la pelota; ésta cae justamente en el hoyo. Silencio. Solo se oye la voz del Señor Jesús: “Papá, apretaste…”  

A decir verdad, cuando terminó este relato de total ficción, mientras todos aquellos fornidos hombres aplaudían y reían entusiasmados, yo sentía un poco lastimada mi sensibilidad teológica, porque no me gustan ciertas bromas con asuntos bíblicos; no sabía si regañarlos o reírme con ellos. Finalmente me quedé bien pensativo porque me vino al corazón algo que siempre me ha impresionado mucho, y es la doctrina de la concurrencia. Ésta define el hecho de que Dios lo empuja todo activa o permisivamente   en función de que se cumplan sus planes y propósitos, y lo hace de un modo sorprendente e incomparable.  Todo lo que sucede en este mundo, la hoja del árbol que se mueve en la brisa de la mañana, la cálida gota de lluvia que moja la tierra, el detalle que supone cada cabello de nuestra cabeza (Mt. 10:30), todo, absolutamente todo, está bajo el control soberano de Dios. En esta certeza bíblica descansa la mencionada doctrina, aplaudida especialmente en los estrados de la teología reformada.
La doctrina de la concurrencia es la historia de José. Él soñó un sueño, él se vio en el campo con sus hermanos; ataban manojos y el suyo se levantaba y estaba derecho, y los de sus hermanos estaban alrededor y se inclinaban ante el de él. Sus hermanos le odiaron. Ellos entendieron perfectamente lo que el sueño significaba. Volvió a soñar José, los sueños del cielo, y esta vez vio al sol, la luna y once estrellas inclinadas ante él. Ahora, al odio de sus hermanos se unió, en apoyo, la voz de reprensión de su padre.  Tales cosas dieron al traste con que sus resentidos hermanos intentaran matarle y, en el empeño frustre por lograrlo, le arrojaran a un pozo, le vendieran luego como esclavo a los amalecitas, fue a dar con la triste condición de la servidumbre y finalmente su integridad le llevó a la cárcel (Gn. 37, 39).
Años de reclusión siguieron a la triste suerte de aquel hombre, cuando un copero y un panadero, que compartían el encierro, sueñan sueños con dispares interpretaciones que acertadamente hace José.  Sigue goteando el tiempo cuando un día el que tiene un sueño, grandemente perturbador es el faraón (Gn. 41). El prisionero José es llevado a su presencia; Dios le da la interpretación, y en veinticuatro horas aquel reo se convierte en el primer ministro de Egipto. Cunde el hambre en tierras del cercano oriente y sus hermanos descienden en busca de trigo, cuando tienen el encuentro con él. La bellísima historia está relatada en Génesis 42-46. José salva la vida de toda su familia, que inclinados ante él cumplen aquellos sueños que tanto odiaron.
Cuando se mira a la secuencia de las cosas descritas, llama la atención la forma en que tantos males concurren hacia el propósito final de Dios: salvar la vida del pueblo de Israel.  Es difícil entender porque tuvieron lugar tantos episodios dolorosos en la vida de un hombre de tanta valía como aquel, por qué le tocaron las amargas experiencias de la esclavitud y la cárcel, con todo lo que ésta última supone, seguido de la hambruna que padeció su familia; una cosa sí se ve con claridad, y es el sorprendente cumplimiento de un propósito de Dios, que se movió a través de una asombrosa e indetenible continuidad, y dio al traste con la salvación del pueblo más importante de la tierra: Israel.
Esa vida de cuidadosa previsión, de constante empuje celestial en pro de la consecución de pensamientos que son más altos que nuestros pensamientos (Is. 55:9), es la vida con Dios. La doctrina de la concurrencia es la única interpretación correcta que se mueve detrás de las palabras de Romanos 8: 28a: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien…”   
No solo es la historia de José; es la tuya también. A través de fracasos dolorosos, enfermedades crueles, odios injustos, desprecios inmerecidos, puertas que se cierran, caídas de bruces, marginaciones constantes, golpes, golpes y más golpes, bajo la soberanía de Dios todas esas cosas concurren asombrosamente, empujando en ti la semejanza de Cristo y el arribo a una meta que tiene que ver con tu llegada al cielo.
Nada escapó a Su control soberano. Todo se conecta en Sus manos. Tal vez por eso hoy día el modelo físico más aplaudido es la teoría de las cuerdas, que supone un universo enteramente conectado por ínfimos hilos de energía que hacen de todo lo que existe un manto hilvanado. El poeta ya lo había descubierto, cuando dijo: “…se mueve alguna estrella cuando arranco una flor…” (1).
La doctrina de la concurrencia es la historia de la cruz. La urdimbre judía creyó, por medio de la resistencia al Señor Jesús, frustrar planes que ciegamente endilgaron de blasfemos. Uno de sus más cercanos discípulos, aquel tesorero que se llamó Judas, le vendió por treinta piezas de plata (Mt. 26:15c). Tras escuchar al Sanedrín el tribunal romano le condenó en lo que fue el acto de prevaricación más grande de la historia. Cruelmente azotado, le fijaron a una cruz entre malhechores. Los gritos de una chusma enardecida completaron un cuadro donde todo parecía perdido. A los ojos humanos, y aun a los de Satanás, la cruz era la expresión de un definitivo y penoso fracaso. Al postrer suspiro, se oyó en Jesús aquel “Consumado es” (Jn. 19:30a), y entonces en tan oscuro momento, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron, se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron (Mt. 27: 51, 52). La humanidad acababa de ser redimida. Por los más escondidos senderos de la ciencia y la sabiduría de Dios, acababa de abrirse el camino al cielo. Dios hizo concurrir traiciones, prevaricaciones, confusiones, miedos y desprecios, y súbitamente, en medio del más completo caos, todo concurrió. En aquel minuto en que nunca fueron más profundos el misterio y el silencio de Dios, fuimos redimidos.


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(1) Facundo Cabral. “Me gustan los que callan”. https://www.buscaletras.com/facundo-cabral/me-gustan-los-que-callan/ Accedido el 15 de enero de 2020, 12:38 AM.

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