Cristo fue el más grande maestro que enseñara sobre la tierra, y nos dejó una pauta para reconocer a las personas de valía. Él nos dijo: “Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis” (Mt. 7:16-20). Pudo hablar de dones, pero no lo hizo, porque hay algo más importante a la hora de determinar el valor de un ser humano. Él le llamó fruto.
El balance que hay entre los dones y el fruto tiene un curioso paralelo con el balance que hay entre las cualidades y el carácter. De hecho, los dones tienen que ver con las cualidades, y el fruto con el carácter.
Las cualidades hacen amigos; el carácter los conserva.
Las cualidades te posicionan; el carácter te sostiene.
Las cualidades son instrumentos; el carácter es la mano que los usa.
Las cualidades inician el camino; el carácter te lleva al final.
En las cualidades están la apariencia, la belleza y la funcionalidad; en el carácter está la quintaesencia de la verdad.
Con las cualidades parecemos; con el carácter somos.
Los dones, que son las cualidades, son importantes; el fruto, que es el carácter, es determinante.
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