Una de las tareas escolares de la lejana infancia, era colocar un grano de frijol cubierto por un algodón húmedo, en una vasija con hoyos en el fondo, para ver a los pocos días salir una pequeña mata de frijol. Animado por la experiencia a los siete años coloqué tierra de un parque cercano en varias latas vacías de leche condensada, y allí hundimos varias semillas de frijol. Nada más asombroso que ver salir de las plantitas las vainas con tres o cuatro frijoles cada una, idénticos al que sembré. Era aquella una experiencia de cuasi deslumbre.
Hoy sigo asombrado. Que usted entierre un grano de frijol, pequeño, inerte, lo abandone a su suerte, y en pocos días vea crecer una pequeña planta en que se reproducen decenas de frijoles semejantes, es misterio y milagro. Lo cotidiano del hecho no resta al asombro de la experiencia cuando se piensa en ella.
«Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa» (Ro. 1:20).
Hace una semana sembré unos frijoles en el patio y se repitió la lejana memoria. Cincuenta años después de aquellos días, ante el vislumbre de la vida que nace de aquel pequeño grano, con todos los matices de la que se sembró siento el mismo asombro. Sigo asombrado.
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