El espectáculo más grandioso de la creación es el amanecer. Su caleidoscopio de colores, su fusión de olores, esa discreta difuminación de la luz que disuelve sin ruidos la sombra, el aparecer solemne del sol "cuando sale en su fuerza" (Jue. 5: 31), no hay espectáculo mayor.
La humanidad entera debiera asistir cada día a tal cita. Que mal regulada tenemos la vida. Trabajamos de noche. Largas horas de la madrugada se consumen entre libros y revisiones, y cuando llega la hora suprema, ese minuto de gloria que Dios da a su inmensa creación, casi todos dormimos.
Los que, por años, amanecimos manejando en carreteras, o al pie de la cama de un enfermo en las memorables guardias de hospital, que solos estuvimos en esos minutos que tanto recuerdo, de silencio quedo y calma abrazadora, en la grandiosa expectativa de las horas por vivir, desde ese minuto en que el tenue efluvio de luz anuncia el alba de un nuevo día.
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