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miércoles, 18 de marzo de 2020

La arrogancia

Hace unos quince años fui citado por el superintendente general de las Asambleas de Dios de Cuba. Quería consultarme ciertos asuntos, y el tema de un líder que se encontraba en mi radio de acción, vino a colación. Algo sombrío, me dijo: “En una oportunidad tuvimos que enviarle a Martín Oliva…” Como el espíritu era bueno en aquel momento, me aventuré a preguntarle: “¿Pasaba algo?”; y echándose hacia atrás, en su sillón, me contestó: “Despreciaba el ministerio de sus hermanos…”
La arrogancia. Bíblicamente hablando es el pecado de los que tienen un más alto concepto de sí que aquel que deben tener (Ro. 12:3). Es el rasgo egocéntrico de los que se sienten como un sol en torno al que deben girar los demás, como serviles planetas. Es una forma de desprecio con que se repudia al otro; toda una enfermedad del carácter que lleva a desconocer el valor de la gente.
Cada ser humano, como creación del alto Dios, fue dotado de dones naturales, a los que se agregan aquellos dones espirituales que adornan y hacen funcional la vida de la iglesia. El humilde los percibe, pero el arrogante es un iletrado que no puede leer las virtudes de los demás, ni siquiera por respeto a Dios. Deslumbrado por sus propios valores no es capaz de ver otra cosa; tiene una difracción en los ojos del alma que no puede ser corregida sino con lentes celestiales, mucha revisión de conciencia y una gran muerte al “yo”; precios que no está dispuesto a pagar. 
Nada es más antibíblico. “…estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo …” (Fil. 2:3c). Ningún atributo del carácter descalifica más a un líder cristiano, colocado para hablar en nombre de Uno que lavó los pies a sus discípulos (Jn. 13:5).


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