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martes, 3 de marzo de 2020

El valor de lo clásico

Mis profesores de la Facultad de Medicina de la Universidad de La Habana nos decían alguna que otra vez, en los primeros años de aquella difícil carrera: “Los médicos jóvenes a los libros viejos; los médicos viejos a los libros jóvenes y a las revistas”. Estaban resaltando con esto el valor de lo clásico. No tenía sentido que consumiéramos el tiempo entre las New England Journal of Medicine más recientes sin haber todavía revisado, estudiado y comprendido el Tratado de Medicina Interna de Cecil-Loeb, aun cuando algunos de sus conceptos hubiesen sucumbido ya bajo la vertiginosa revolución de la inmunología y la bioquímica.
Para el mundo teológico se aplica el mismo principio; muchos hurgan con premura en manuales que solo deben revisarse cuando se ha dedicado tiempo a la meditación de los textos clásicos. Hace poco vi a una persona muy valiosa totalmente confundida con la Teología sistemática de Wayne Grudem; sucede que nunca revisó el clásico, en materia teológica: Teología bíblica y sistemática, de Myer Pearlman. No avance en el difícil mundo de la hermenéutica de Horton, o Gordon Fee si primero no leyó concienzudamente la humilde, pero clásica, Hermenéutica de Erick Lund.
Mientras impartía una conferencia de alto nivel para pastores en el South Central Hispanic District, un ministro me preguntaba, con noble interés, acerca de cómo distinguir lo clásico. La tarea es sencilla: aquello que resiste el paso del tiempo, aquello que sentó los cimientos de la enseñanza, aquello que todavía hoy se mira con añoranza y respeto, eso es lo clásico. Son textos conservados con amor en los anaqueles de todos los que han andado un buen tramo del camino en el sistema de educación cristiana.
El Lic Darrin Rodgers, egresado de la University of North Dakota School of Law, y del Assemblies of God Theological Seminary es, con justicia, el director del Flower Pentecostal Heritage Center (Centro de Herencia Pentecostal Flower). En agosto de 2014, por mediación del Profesor Donald Hugh Jeter, nos invitó, a mi esposa y a mí, como historiadores de las Asambleas de Dios de Cuba, a visitar el interior de la bóveda de seguridad del centro, a donde no puede entrar todo el mundo. Allí están conservados con el mayor cuidado y las más sofisticadas técnicas de preservación, los originales y las primeras ediciones de las obras más importantes del universo pentecostal. Resaltó en un primer plano visual ¿Cuál camino?, de Luisa Jeter de Walker; es el clásico para el estudio de las sectas falsas. Temblé con santo temor cuando vi los manuscritos de Smith Wigglesworth; aquella letra pequeña y redonda, correspondiente a tamaño heraldo de la fe, donde se grabaron sus bosquejos y memorias, ¡cuánto de clásico hay en ello! ¡Con qué tierno cuidado son preservados como un tesoro invaluable!
Cuando veo a los estudiantes de teología enfrascados, consumiendo todo su limitado tiempo con el crecido número de publicaciones modernas, muchas de las cuales compiten en pro de la búsqueda de una novedad, les pregunto: “¿Leyeron a Charles Henry Mackintosh? ¿Leyeron a Spurgeon, a Wesley, a Calvino? Conocí a un estudiante de un instituto bíblico de prestigio, que me confesó no haber leído todavía la Biblias entera, que es el clásico de los clásicos.
El número de publicaciones crece con el tiempo, y se impone el deber, para aquellos que enseñan en los diferentes niveles de la educación cristiana, de guiar a los estudiantes de modo que puedan establecer una escala con jerarquías definidas para sus lecturas, jerarquías que tienen que ver con el nivel educacional en que se encuentran, y la dimensión del tiempo de lectura andada. Leía el artículo, cargado de nostalgia, del importante escritor y periodista español, Arturo Pérez-Reverte, redactado bajo el sugerente título: “Libros que nunca leeré” (1); y es que ya no alcanza el tiempo de la vida para revisar todo lo que está escrito. Frente a esto el peligro mayor es el de echar a un lado a los clásicos en favor del oloroso papel de las publicaciones nuevas. Insisto en la palabra peligro, porque lo clásico tiene que ver con el valor del cimiento, y un cimiento defectuoso es un grave peligro.
Hay un valor permanente en lo clásico. Aun en las modas, debe respetarse. Hace unos años oía ripostar a un notable periodista suramericano; le censuraban su corbata como algo anticuado, y él se defendía diciendo: “No es anticuada, es clásica”.
Lo clásico tiene el valor de la senda antigua; es la montaña formidable que se sostuvo ante los efectos de la erosión; es la vela impoluta que resistió los vientos, al paso del tiempo, en el silente y lejano cruce de los mares. Es lo clásico.
“Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien (Jos. 1:8). 


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(1) Arturo Pérez-Reverte. “Libros que nunca leeré”. XL Semanalhttps://www.xlsemanal.com/firmas/20200202/libros-nunca-leere-perez-reverte.html#ns_campaign=rrss-inducido&ns_mchannel=xlsemanal&ns_source=fb&ns_linkname=noticia&ns_fee=0 Accedido el 3 de marzo de 2020, 8:35 AM.


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