Ya no sabía cómo orar… Estábamos mi esposa y yo, en el año catorce de nuestro pastorado en el Templo “Palabras de Vida”, de las Asambleas de Dios en Santa Amalia, La Habana, Cuba, cuando estalló, en el segundo semestre de 2012, una de las peores epidemias de dengue hemorrágico que pueda recordar. Las personas colapsaban en plena vía pública, delante de nosotros, y caían muertas; uno de los directores más conocidos de un hospital cercano, perdió el conocimiento en pleno pase de visita; murió en minutos. En derredor de mí se enfermaban por dengue y morían vecinos y amigos. Mi padre tuvo que ingresar; parte de mi familia se afectó; a este cuadro ya de por sí calamitoso, se unió el de varios miembros muy queridos de mi grey; ellos sufrieron por este terrible mal grandemente; una de ellas, en un estado muy deplorable, fue a dar a una unidad de cuidados intensivos. Ninguna persona podía considerarse invulnerable al alcance del vector transmisor: el esquivo Aedes aegypti, un mosquito pequeño y gris, con inequívocas bandas blancas en su abdomen.
Como estudiante de medicina, y posteriormente como médico especialista en medicina interna y cuidados intensivos, me vi en el epicentro de más epidemias que las que pueda recordar: meningoencefalitis viral y bacteriana, brotes de tuberculosis, disenterías amebianas, hepatitis viral, SIDA, fiebre tifoidea, cólera, paludismo... La primera epidemia de dengue que afectó a Cuba, en 1981, me sorprendió como estudiante de primer año. Nos involucraron en la pesquisa de casos y las visitas a hogares de personas afectadas. Fue muy penoso ver tanta gente grave, entre ellas la que sería mi suegra. Muchas murieron, sin que se pudieran instrumentar más que las medidas básicas de soporte hidromineral, oxígeno y cuidados generales, frente a una enfermedad que resultaba poco familiar e intratable, por ser viral y no bacteriana. Llegamos a estar acostumbrados, por razones profesionales, a enfrentar situaciones así, pero esta epidemia de dengue hemorrágico de 2012, por su magnitud, no tenía precedentes, y me sorprendía ahora no como médico, sino como pastor.
Los hospitales no daban abasto. Muchas de nuestras más prestigiosas instituciones sanitarias tuvieron que redistribuir sus áreas de atención, en favor del crecido número de casos que llegaba. Visité hospitales, fui a los hogares, pedí apoyo internacional con medicamentos y finanzas para ellos, apoyé con meriendas gratuitas a las brigadas de fumigación que trabajan en el barrio, reparé el consultorio médico comunitario, con fuertes inversiones. Todo lo que pudimos, en lo humano hacer, lo hicimos, pero aquellos esfuerzos fueron inútiles. Cada día tenía más miembros de la iglesia enfermos; mi propia familia colapsaba…
Oré de todos los modos que pude. No quedó ninguna promesa bíblica a la que no me aferrara. La Iglesia, unida, estaba teniendo tiempos de calidad en la presencia de Dios, pero, a decir verdad, todo seguía mal, y este es el punto de la historia al que quiero llegar.
No puedo olvidar aquella tarde. Estaba solo, y me senté agotado en la oficina pastoral. Oraba en silencio, cuando de pronto vino a mi memoria la escena de las profecías dadas por el Rev. Orson Vila Santoyo, cerca de diez años atrás. Él anunciaba, en el Espíritu, visiones de juicios contra Cuba, que resultaron muy controversiales, y le costaron fuertes críticas y citaciones al Comité Ejecutivo General. Anunciaba que, en las costas de Cuba, ciudades serían barridas por golpes de mar; él vio grandes jeringuillas cargadas de pus que se derramaba sobre la nación; vio finalmente otra cosa acerca de la que no deseo hacer comentarios para no dañar la circulación de este artículo en mi país. Estas visiones trajeron a su vida y ministerio costos altos, porque la máxima dirección del gobierno cubano comentó que, en general, la visión, y el sermón grabado en que circuló su descripción, “tenían un efecto desestabilizador”.
Estuve cerca de Orson Vila en aquellos difíciles días porque trabajaba bajo sus órdenes. Él era el presidente de la comisión nacional de evangelismo; yo era el secretario nacional. Nos reuníamos periódicamente en su casa o en la mía, y de su propia boca, supe los detalles de aquella revelación de Dios. En torno a este asunto se desataron fuertes análisis nacionales, que dieron al traste con la redacción de actas saturadas con fuertes y desequilibradas expresiones del director nacional de investigaciones teológicas.
Este es el contexto que precedió a aquella tarde en que, abatido y desorientado por el crecido número de hermanos graves, me senté en la oficina pastoral, orando y pensando acerca de si me quedaba algo por hacer. Al venir a mi memoria aquellas visiones de Orson Vila recordé de pronto que tenía, como todos, las actas y los comentarios que se hicieron en torno a este asunto. Estaban en un archivo inmediato, próximo a mí, así es que abrí la gaveta, los tomé y me dispuse a leer. El célebre evangelista cubano decía: “¡Grandes jeringuillas de pus se vacían sobre Cuba!, pero el pueblo de Dios no tiene nada que temer. Esos juicios no son para la iglesia. No tienen que temer”, y el informe describía como él agregaba a gran voz: “¡Esta es la orden de Dios: ‘unjan a todos los hermanos con aceite!’”
La lectura de esa última afirmación fue como una descarga eléctrica para mí. “¡Unjan con aceite a todos los hermanos!” No lo había hecho. Algo tan significativo ni siquiera se me había ocurrido…
Al día siguiente, domingo 23 de septiembre de 2012, durante la clase de Escuela Dominical, expliqué mi sentir, y al terminar, hice un llamado especial al altar a todos, sin excepción. Cerca de ochenta hermanos vinieron delante; los ungí, uno por uno, sin apuro alguno, con toda calma. Oré e impuse manos sobre cada uno al tiempo de ungirle. Puede ser que haya estado dos largas horas haciéndolo; a nadie le importó el tiempo, mucho menos a mí. Mientras lo hacía, el más importante ministerio profético de mi sede, Ricardo Baró Gorina, se me acercó, y me dijo solemne: “Veo una nube negra encima de cada hermano, que se disipa mientras los unge”.
Ungí a cada hermano, a toda mi familia; ungí todos los instrumentos de música; ungí las puertas y las ventanas, todos los muebles de la plataforma, todos los bancos del templo, uno por uno, cada lámpara, mi escritorio, cada archivo, todo, absolutamente todo; nada quedó que no ungiera…
Si, ya sé lo que está pensando; sé que en su mente están interpretaciones relacionadas con “exageraciones y desequilibrios”; también sé que usted puede tener reservas teológicas con la decisión de ungir a una persona u objeto. Respetaré lo que piense, pero ¿sabe una cosa?, ese día cesó la epidemia de dengue en mi sede.
Mi padre, y mi familia en general, revirtieron el cuadro espectacularmente. La hermana de la grey que estaba en Cuidados Intensivos fue dada de alta inmediatamente. Hasta el día en que, por indicación del Espíritu Santo, mi esposa y yo abandonamos Cuba, el 18 de enero de 2017, nunca más tuve un cuadro de dengue en mi congregación.
A la par que ungí a cada miembro hice servicios de Santa Cena. Creo firmemente que, ambas cosas, fueron determinantes en la remisión inmediata de aquel mal dentro de nuestro radio de acción. Son prácticas bíblicas. No desconozco la forma tan extraña en que muchos reniegan de las dos. Respecto a la práctica de ungir enfermos, muchos aluden acerca de que es la fe el medio sacramental de la sanidad, mientras que la unción es una agregación innecesaria, contextualizada a los tiempos del Antiguo Testamento y a la cultura bíblica judía. La lectura neotestamentaria directa de la Palabra de Dios, sobre la que descansa la experiencia práctica, me pone en total desacuerdo con esa posición. Santiago 5: 14, 15 establece: “¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados”. No tengo más que agregar.
La Cena del Señor, tan descuidada en el medio en que estoy, dio a la iglesia una ordenanza sustitutiva con relación a la Pascua hebrea. ¿Qué era la Pascua? Era el recuerdo de aquella noche en que el ángel de la muerte pasó por Egipto, y no tocó a los primogénitos de aquellos que tenían en los dos postes y el dintel de sus casas la sangre derramada en sacrificio, de un animal sin defecto, oveja o cabra de un año, el día catorce del primer mes judío (Ex. 12:2-7), tal como lo indicó Dios, a través de Moisés. La Pascua tenía un significado supremo para el pueblo judío. Así les dijo el Señor: “…veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto. Y este día os será en memoria, y lo celebraréis como fiesta solemne para Jehová durante vuestras generaciones; por estatuto perpetuo lo celebraréis (Ex. 13b, 14).
La noche antes de morir, mientras celebraban la Pascua, Cristo instituyó la Santa Cena: “Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: ‘Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí’. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: ‘Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí’” (I Co. 11: 23-25).
La Santa Cena es una ordenanza de suprema importancia a la que muchos hacen caso omiso. Del mismo modo que el judío, en la Pascua, se identificaba con aquella sangre del sacrificio que, colocada en su puerta, determinaría la diferencia entre morir y vivir para cada primogénito, así también la Cena del Señor es pacto con Cristo. Su sangre, recordada en ese vino, fue derramada para perdón de nuestros pecados: “porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mt. 26:28). Su cuerpo destrozado, visto en el pan, es también provisión para nuestra sanidad: “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Is. 53:5).
La actual pandemia de coronavirus nos aboca pastoralmente a un asunto muy serio; tiene que ver con la prohibición sanitaria, que debe respetarse, acerca de no congregarse iglesia alguna en grupos numerosos. Casi todos los pastores han expandido los límites de tal decisión, y han decidido no hacer actividades de ningún tipo, y esto es muy peligroso, porque si hay un momento en que se hace necesario orar sobre cada hermano y ungirlo con aceite, y hacerle participar de la Santa Cena, es en este. El ángel de la muerte se está moviendo por el mundo, y son tiempos en que la identidad con Cristo debe estar muy clara. Fue lo único que nos preservó en Cuba hasta hoy, de tantos males. No son momentos para jugar con un evangelio on line. En este momento ninguna regulación legal prohíbe que cinco hermanos en un hogar, bajo la dirección de un líder que sepa lo que está haciendo, o del propio pastor, haga las cosas acerca de las que hemos tratado extensamente aquí, ungir a los hermanos, y vincularlos con ese vehículo de comunión que es la Cena del Señor, a la que tantos temen, en desconocimiento de que es uno de los contextos de sanidad divina más directos que la iglesia tiene. He visto personas sanadas durante la Santa Cena, y en lo personal, más de una vez, fui sanado mientras ministraba la Cena del Señor.
Las leyes deben respetarse, y las decisiones del liderazgo de la Obra deben acatarse al pie de la letra, pero tengamos mucho cuidado porque es muy peligroso si, al hacerlo, estamos cerrando las puertas a los medios de diferencia que Dios hace para preservar a su pueblo.
La mortalidad por la invasión del coronavirus es comparativamente baja. En China se encuentra en un punto cercano al 3%. Se estima que, en el resto del mundo, no supere el 1%. Esta cifra debe, en realidad, ser mucho menor, teniendo presente que el 80% de las personas afectadas no expresan síntomas y es, por tanto, imposible computarlos a la hora de determinar las verdaderas tasas de mortalidad, que se verían diluidas por un mar adicional de gente (7).
Esta enfermedad no afecta, en general, a niños. De hecho, la mortalidad tan alta en China se relaciona con la mayor vulnerabilidad de los ancianos, de los que el mundo asiático es un egregio representante. El promedio de edad de las personas fallecidas en China está en 81 años. El Centro Chino para el Control y la Prevención de Enfermedades (CCDC) asegura que, alrededor del 80,9% de las afecciones causadas por la mutación actual del coronavirus son leves, el 13,8% son graves y solo el 4,7% pueden catalogarse como críticas, al evolucionar hacia insuficiencias respiratorias y fallas múltiples de órganos (1).
La Organización Mundial de la Salud (OMS), decidió llamar COVID-19 (acrónimo del inglés coronavirus disease) a la enfermedad actual causada por el coronavirus, y escribe esta denominación con mayúsculas y con un guion delante de los dos dígitos. La cifra 19 tiene que ver con el hecho de que se describió en 2019. En español la pronunciación mayoritaria es aguda (/kobíd/), mientras que en inglés es llana (/kóbid/). Esa identificación se aplica a la enfermedad, no al virus, al que oficialmente el Comité Internacional de Taxonomía de Virus inscribió como SARS-CoV-2, aunque es frecuente que se siga empleando el provisional 2019-nCoV (2).
Mirando las cosas con retrospectiva histórica, en 2003, el llamado Síndrome Respiratorio Agudo Severo, conocido como SARS (siglas en inglés), con su neumonía atípica, causada por un coronavirus desconocido para entonces (SARS-CoV), y aparecido en Canton, China, tuvo una tasa de mortalidad mucho mayor durante su brote, con alrededor de un 10% (de los más de 8.000 casos, hubo 774 muertes). Por su lado el Síndrome Respiratorio de Oriente Medio, conocido como MERS (siglas en inglés), aparecido en Arabia Saudita en 2012, propagado luego a otros países, causado por otro coronavirus (MERS-CoV) transmitido de animales a humanos, y encontrado en camellos, arrojó una tasa de mortalidad del 30% (3).
Definitivamente, y siguiendo las declaraciones hechas a la BBC-Mundo, por el Dr. Benjamin Cowling, profesor de epidemiología de la Universidad de Hong Kong, el COVID-19 que nos afecta hoy, es “definitivamente menos grave que los otros coronavirus” predecesores (4).
Sin el ánimo de desestimar la importancia epidemiológica de la pandemia actual, es tranquilizador saber que la cantidad de muertes causadas por el covid-19 hasta ahora es muy baja, si se compara con la mortalidad que causa anualmente la afectación respiratoria causada por la influenza (6), pero según el célebre Dr. Elmer Huerta, estamos en el día ochenta de la aparición de este virus; es muy poco lo que se puede inferir de su comportamiento epidemiológico, y hay mucho de conjetura en todo lo que se pronostica. A nuestro favor está el hecho de que es la primera pandemia de la historia seguida en tiempo real gracias a las bondades de la tecnología. China, con muy buen sentido, colocó de inmediato la estructura biológica del virus on line, y todas las potencias del mundo, con Israel a la cabeza, se lanzaron de inmediato detrás de la vacuna, pero este es un proceso lento y se requieren evidencias demostrativas serias, lo que demora siempre un año, o año y medio, como promedio (7).
Otras virosis matan con estadísticas incomparablemente mayores (95% para el virus de la Rabia, y 50% para el Ébola, que enfrentaron algunos de mis compañeros de curso en África). A Dios gracias, existe una regularidad epidemiológica, según la cual, los virus con tasas de mortalidad alta no se propagan con facilidad (5).
Amado pastor:
Frente a todo evento de la vida tu camino es otro. Por humanos que seamos, como iglesia, estamos bajo controles celestiales y disposiciones proféticas que van más allá de las disposiciones sanitarias y las regulaciones legales. Defienda su grey; tiene para eso armas bíblicas que no son de este mundo: úselas. En grupos muy pequeños, tres o cinco, nadie se lo ha prohibido, ¡unja a sus miembros!; hágales participar de la comunión que representa la memoria de la sangre de Cristo, y su cuerpo quebrantado para salvación y vida eterna, vistos en la Cena del Señor. No tenga en poco las armas que Dios le dio, porque perecieron aquellos que, en la aciaga noche egipcia, tuvieron en nada la indicación del cielo, a la caída de la décima plaga. Al pasar el ángel de la muerte no vio la sangre, no vio la diferencia…
No juzgue a nadie. Todos podemos enfermarnos y morir. Enajenado de toda jactancia personal por haber sobrevivido a decenas de epidemias como médico de cabecera de miles de enfermos, estoy consciente de que puedo ser alcanzado y perecer. Defendámonos unos a otros en esta cerrada lucha, mientras se derrama sobre el mundo impenitente la ira de un Dios que no dará por inocente al que tenga por inmunda la sangre del pacto y afrente al Espíritu de gracia (He. 10:29).
No, no nos podemos esconder. Por razones de ministerio nos toca, como a Aarón, estar de pie entre los que mueren y los que viven (Nm. 16:48). Por razones de llamado, nos toca levantar la serpiente de bronce en este desierto (Nm. 21: 8, 9).
Como nunca ten una identidad clara con Jesucristo, que estalle con luz viva, delante del ángel, cuando pase frente a ti...
Pastor: defiende tu grey; tienes para eso armas bíblicas que no son de este mundo: úsalas.
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(1) Fernanda Paúl. “Coronavirus: cómo se compara la tasa de mortalidad del covid-19 con otras enfermedades infecciosas” BBC Mundo. https://www.bbc.com/mundo/noticias-51614537 Publicado: 25 de febrero de 2020. Accedido: 20 de marzo de 2020, 1:07 AM.
(4) Fernanda Paúl, Ibíd.
(5) Ibíd.
(6) Ibíd.
(7) Dr. Elmer Huerta (1952). Una de las fuentes de información médica en español más confiables en los Estados Unidos y América Latina. Sus programas radiales y de televisión llegan al 90% de hispano hablantes en Estados Unidos. Es frecuentemente consultado por las redes de información más importantes de Estados Unidos, tales como CNÑ, Univisión, Telemundo y CNN-Radio Noticias. Brindó suficiente información oficial para CNÑ, la noche del 19 de marzo de 2020.