No hay metáfora mejor para describir la historia conocida que la punta de ese iceberg que apenas rebasa el nivel del agua en los mares polares. Al mirar atrás, a la historia humana, solo podemos contemplarla como un pequeño y ríspido hielo que se levanta sobre las olas, mientras el cuerpo de la gélida mole que la sustenta yace escondido en los más ignotos abismos. Qué poco sabemos del mundo pasado, de las miriadas de pueblos que emigraron ingentes cruzando desiertos, picos nevados y mares revueltos.
¿Quiénes inventaron la rueda y la escritura? ¿Quiénes descubrieron el fuego? ¿En el corazón de qué pueblo nació la idea de domesticar animales y sembrar la tierra? ¿Dónde nacieron los primeros marinos que estudiaron el viento y lo usaron para hinchar sus impolutas velas?
Perdida en la prehistoria queda la memoria del primer hombre que miró al cielo y organizó en constelaciones las estrellas, como perdidas están están también las ilusiones, los sueños y las esperanzas de la práctica totalidad de los que nos precedieron.
Solo Dios conoce la historia. Nada sabemos de ella. Apenas está develada la punta de ese iceberg que, por pequeña, hace pensar si en verdad existen los historiadores.