Temprano descubrieron los marinos que las olas eran malos referentes en la navegación; todas iguales, iban y venían sin más señales que la dirección cambiante de los vientos. Buscaron entonces puntos elevados y fijos: el norte, el levante, el poniente, las estrellas… Ellas no cambian como las sinuosas olas del mar.
Temprano los hombres aprendieron a mirar arriba, a la búsqueda de un referente inamovible que les ayudara a llegar lejos, en los inmensos derroteros que se trazaron sobre el «gran azul».
Cambian las modas, los patrones éticos, las políticas, los cacicazgos. Son olas en los tenebrosos mares del tiempo. Usadas como referentes explican la condición errada y desesperanzada de la humanidad, que necesita reaprender lo que aquellos viejos marinos nos legaron: lo imprescindible que es mirar a un punto fijo si queremos llegar.
Dios nos vio desesperados, agitados y perdidos, lanzados a una vida que no pedimos vivir, y puso en la historia al Referente inamovible de los siglos: «Saldrá Estrella de Jacob, y se levantará cetro de Israel» (Nm. 24:17). «Yo Jesús he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas en las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana» (Ap. 22:16).
«…De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Jn. 3:16).
«…No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hch. 4:12).
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