Las personas que colapsan y fenecen ante las presiones de la vida no mueren de pronto como un todo; ellas anduvieron cuesta abajo un largo camino en que vieron apagarse una a una las luces de su casa interior, esas que significan matrimonio, amigos, salud y finanzas. Advierten, finalmente, que nunca les llegó el reconocimiento social que merecían ni las gratitudes que esperaban y, en penoso descalabro, terminan sus sueños y esperanzas.
Entre las palabras más grandes que dijera el Señor Jesús se encuentran aquellas que pronunció al pie de la tumba de Lázaro, su amigo, a poco de llamarle de entre los muertos. En aquel distante paraje de Betania, Él dijo, a escuchas de una multitud luctuosa: «Yo Soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá» (Jn. 11:25).
Es tiempo de permitir que el Señor Jesús traiga vida a esas áreas que se nos han estado apagando y muriendo. Él puede. Él quiere. En el instante en que le crees, el milagro de la resurrección está en camino.
El mismo Jesús que dijo ayer a gran voz: «¡Lázaro, ven fuera! (v. 43)», haga floral hoy tus ilusiones dormidas y resurrectos tus hijos drogados, tu hogar derruido, tu salud maltrecha. Entrégale cada área anegada, cada piedra despeñada, cada flor marchita. Él las llama a la vida. Él es la resurrección.
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