Fue un día difícil y después de muchas horas de lectura estaba cansado. Me puse a mirar títulos de libros en la inmensa biblioteca digital de la computadora. Un título es algo a lo que se debe prestar atención. Algunos son expresiones de una mente maestra. Una vez más me sorprendió Alas rotas, de Yibrán Jalil Yibrán. ¡Qué título! No, no es un poemario, aunque así lo sugiera de golpe; es la prosa que recoge una historia de amor. Seguí adelante y descubrí Historia de la filosofía occidental, de Bertrand Rusell; uno de mis clásicos más citados en conferencias de teología. Es una publicación académica en que el título lo dice todo.
Debajo aparecía entonces la carpeta de biografías, donde resaltó de inmediato Algunas notas sobre algo que no existe, de H. P. Lovecraft, interesante; y uno de mis predilectos, el Magallanes, de Stefan Zweig; el nombre de este último es breve y completo, dos cualidades difíciles de encontrar; el genial Zweig no necesitó más, ni los lectores tampoco.
Aunque no soy muy dado al drama y al teatro tengo un rincón destinado a ellos; allí vi A buen fin no hay mal principio, de William Shakespeare. ¡Qué título! Es realmente genial. Bravo por el dramaturgo inglés. Seguía debajo, La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Este es el título de un drama que se volvió proverbial. ¿Quién no lo repitió alguna vez?
Así estaba elevado entre ensueños cuando de pronto, en el archivo de filosofía, veo un título, que resonó estridente en mi alma como una campana rota; a decir verdad, un uppercut de Mike Tyson no hubiera tenido un efecto más desagradable y sacudidor; allí se leía: El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, de Federico Engels.
Dios… ¿Dónde tendría la cabeza Engels cuando usó un título así? Ni siquiera a Darwin se le ocurrió algo tan vulgar, errático y disparatado.
Léalo otra vez. ¿Qué le parece? Tal vez coincida conmigo en que algunos títulos deberían repensarse. Él no lo hizo. Al menos no con la esposa.
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