El evangelio nacía en cuna judía, y no era pequeño el problema. Los judíos no se querían deshacer de algunas de sus milenarias costumbres y tradiciones. Las discusiones con Pablo y Bernabé en el primer viaje misionero, la reacción de Pedro frente a la visión del lienzo que desciende del cielo y le muestra animales inmundos de los que se le invita a comer, son ejemplos bíblicos de lo que sería la más ardiente polémico de los tiempos primigenios. Las cosas llegaron a tal grado que se necesitó una reunión en Jerusalén. Se le conoce como el Primer Concilio de la Iglesia.
No fue el Concilio de Jerusalén una sencilla reunión de agenda. Hechos 15: 7 asegura que "después de mucha discusión...". Las palabras de Pedro tuvieron un efecto estabilizador muy grande. Él dijo: "...vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles oyesen por mi boca la palabra del evangelio y creyesen. Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones. Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos" (Hch. 7b-11).
Eran grandes palabras pronunciadas en un contexto semilegalista, de ardiente polémica judaizante. Terminaron por vencer tras hablar Santiago, obispo de Jerusalén, y enviarse cartas a las Iglesias. Nacía entre los judíos el evangelio de la gracia y el perdón de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.
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