Cambiar al mundo es la ilusión de los jóvenes. Nunca verá en la historia a un anciano organizando una revolución; estas las hacen los jóvenes; ellos viven la edad en la que se cree posible cambiar el rumbo del mundo en que vivimos, reordenar sus leyes, trastornar para bien los pensamientos de los hombres; cambiar, en general, a todos las humanos.
Avanza la vida, y llega la hora de compartir ese desencanto: el mundo no cambió. La quimera más grande de todas las ideologías fue creerlo posible, y a fuerza de fracasar, unas y otras, se universalizó como nunca el desengaño. Por ese camino esta vino a ser una época extraña: la decepción fue más allá de los ancianos, llenando a los jóvenes. Fue así como la revolución se sustituyó por la emigración, y los políticos por los influencers. Estos últimos resultaron ser más entretenidos; al menos no prometen…
Sabe, yo también quise cambiar al mundo. Como todos, sufrí el chasco, pero mi decepción fue más filosófica que social, porque un día, felizmente bien temprano, me convencí de que el tiempo que necesitaba para hacerlo era demasiado grande, no me alcanzaba la vida. En pocas palabras: quise cambiar al mundo, pero me faltó tiempo. Afortunadamente pude cambiar yo.
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