Translate

viernes, 21 de julio de 2023

Ernesto

Supe por una apreciada compañera de la enseñanza primaria, con quien compartí el mismo barrio por casi treinta años, que mi amigo Ernesto murió. ¡Cuánto lo sentí! Era un buen muchacho. Tenía muchos hermanos, tantos que nunca los pude contar. En esa cuadra de Amistad y Trocadero donde él vivía, jugábamos pelota de niño. Me sentía seguro y bien entre ellos. Ernesto y yo estuvimos en la misma aula toda la Primaria. Aprendimos a leer y a escribir juntos. Luego compartimos la Secundaria, aunque en aulas diferentes, en la Escuela «Tomás Romay», de Consulado y Ánimas. Sufrimos de cerca aquellas tres escuelas al campo. Él se sacrificó y ocupó mi lugar en una brigada difícil donde yo no quería estar.

Te cuento algo un poco simpático, aunque vaya si fue estresante para mí: debe de haber sido en cuarto grado, 1973-1974, cuando ya los exámenes comenzaron a complicarse un poco, y ocurrió delante de una profesora algo represiva, que creo era MJM. Nos repartieron la hojita del examen; era de redacción, posiblemente de historia, y debía completarse en unos treinta minutos. Terminé airoso mi pruebita, y como no se podía entregar hasta que todos hubieran acabado aproveché el silencio, tenía sueño y me puse a dormitar. Así estuve uno o dos minutos. Abrí entonces los ojos para ver cómo estaba el ambiente y al echar una mirada al examen... ¡casi me desmayo!; ¡estaba en blanco! «¡¿Qué pasó aquí?!»; casi grité desconcertado. Sherlock Holmes, reencarnado en su novena generación brotó en mí, y mirando a mi derecha, vi de inmediato el rostro suplicante de mi amigo Ernesto. Mis sospechas estaban confirmadas: tenía mi examen en su pupitre; le había borrado mi nombre y había puesto el suyo. A un tiempo había puesto su hoja en blanco sobre mi mesa. Con un gesto mímico de labios (no podíamos hablar), le grité en silencio: «¡¿Tú estás loco?!». Pero era tal la súplica que tenía en los ojos mi amigo... Cuando yo tenía un problema con otros muchachos en el barrio él venía; y si se tenía que fajar se fajaba; era bravo. Ahora el que estaba en apuros era él; de modo que no me quedaba otra alternativa: tuve que volver a hacer el examen en los cinco minutos que quedaban —¡dije cinco minutos!; ¿leyó bien?—. Me convertí esa mañana en un pionero indiscutible del fraude académico y un émulo de Juan Manuel Fangio en materia de velocidad. 

Al sonido del timbre todos empezaron a entregar su examen, y yo, que había sido el primero en acabar, fui el último en entregar; casi me lo tienen que quitar de la mano...

Pero ahí no termina la paradoja. Allá va..., a ver si la puede entender: Ernesto sacó cien puntos, y yo..., ¡noventa y cinco! ¡¿Alguien puede explicarme eso?!


¡Cuánto quise a ese negrito! Era mi hermano de ébano. Descanse en el Señor.

 

Moraleja 1: Nunca te duermas en un examen...

Moraleja 2: Tus amigos son parte de tu vida. Recuerda con amor los apuros que te hicieron pasar. Y no olvides nunca que, alguna vez, tú fuiste el apuro de ellos.




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Su comentario a este artículo se recibe con respeto y gratitud.