En el verano de 1986, todavía en quinto año de la carrera, entrenaba en el Estadio Universitario «Juan Abrantes» de La Colina, buscando un cambio de cinta a grado superior en judo. El entrenamiento fue brutal; hacía mucho calor; el kimono era grueso, sudaba copiosamente y no tuve cuidado de rehidratarme todo lo bien que debía. Sucedió entonces algo que podía esperarse: hice una concentración de sales y estallé con un cólico nefrítico en plena conferencia de Psiquiatría, en el Hospital Psiquiátrico de La Habana en Boyeros (Mazorra). Soporté como pude los cortos minutos que faltaban para el cierre del turno. Apenas me podía mover. Pedí ayuda al profesor. Me estaba cayendo, retorcido de dolor. Me trasladaron en una camilla hasta la unidad de guardia del hospital. Me premedicaron, pero empeoré. Una ambulancia me llevó de urgencia al Hospital «Miguel Enríquez» (Benéfica). La guardia de Medicina Interna diagnosticó cólico nefrítico y acometió tratamiento con estupefacientes-analgésicos (Espasmaforte), relajantes de músculo liso (Papaver) y antihistamícos-antieméticos (Prometazina). Con hidratación generosa mejoré algo. Caí en el letargo de los medicamentos. Le dije al médico de guardia que me iba a casa y seguiría tratamiento en mi hospital. Llegué a mi hogar a las 6:00 p. m. Mi madre se asustó cuando me vio lívido, con sangre en la bata.
Me recosté treinta minutos, y en aquel estado recordé que ese día ministraba en el Templo Central de «Infanta y Santa Marta» de mi Organización (Asambleas de Dios) el legendario evangelista cubano, Orson Vila, la voz más alta del evangelio pentecostal insular, posiblemente en toda su historia. Quería ir y estar allí, aunque no fuera totalmente consciente de todo lo que se dijera o hiciera.
Me levanté, cambié de ropa y, entre los regaños de mi madre, me fui allá...
No era siquiera una campaña evangélica; era una predicación en un recorrido de paso del evangelista hacia otros rumbos. Al llegar encontré el templo desbordado. Más de setecientas personas llenaban el piso y los laterales. Un amigo me vio y me abrió un pequeño espacio a su lado. Me acomodé con él como pude, entre el cuarto y el quinto banco del frente, a la derecha, visto desde la puerta. Ya el servicio había comenzado; la alabanza estaba por todo lo alto; Orson Vila estaba predicando, y yo solo sentía que me estaba cayendo. En pleno servicio inicié reacciones vasomotoras (sudoraciones frías), y por un momento sentí que me iba a desvanecer. «Señor, solo vine a honrarte...; qué mal me siento...»; así le dije en mi corazón.
Orson Vila hizo entonces algo que nunca en más de treinta años le vi hacer después: él interrumpió el sermón y arrancó con la más fuerte ministración en el Espíritu que le haya oído nunca. Mientras la gente estaba de pie con sus brazos en alto, comenzó a moverse caminando desordenadamente por encima de los bancos, hasta que se acercó a cinco metros del lugar en que yo estaba de pie, a mi izquierda. Puedo recordarlo como si hubiera sucedido hoy: se volvió bruscamente a mí, me miró, y se espantó...; levantó su brazo derecho, me señaló y gritó con todas sus fuerzas: «¡Allí se acaban de sanar unos riñones!».
Caí sentado, casi desplomado, en el banco. El efecto aturdidor de los estupefacientes desapareció en ese instante; la pena dolorosa lumbar izquierda, que me obligaba a cambiar de posición terminó; el sudor y el frio de la hipotensión se fueron. No puedo recordar más... Solo sé que, en ese instante, fui inmensamente feliz.
¿Fui sugestionado? Alguien puede pensarlo; pero a esa persona le quedarán para siempre las preguntas: «¿cómo supo el evangelista que tenía dañado el riñón, entre tantos órganos del cuerpo, si no lo hablé con nadie, si solo Dios lo sabía? ¿Cómo desaparecen la orina turbia, la disuria, la hematuria, el aletargamiento químico, por sugestión? ¿Cómo regresé a la lucidez plena en un instante?».
No requerí más medicación. No fui a ver al urólogo. Al día siguiente estaba en clases muy temprano. Mis compañeros, algunos de ellos comunistas acérrimos, me preguntaron cómo seguía. «Nunca he estado mejor. Dios es bueno, y trató conmigo». Así les dije.
Ellos sonrieron. Yo también...
Aleluya! Se me fueron unas cuantas lágrimas y pude vivir tu momento. Gloria a Dios ese es mi gran Señor Todopoderoso.
ResponderEliminarGracias. Fue una experiencia grandemente conmovedora. Una vez más, gracias.
EliminarLo creo, Dios es real y es bueno y por siempre es su misericordia. Aleluyaaaaa!!!
ResponderEliminarGracias. Mucho aprecio su tiempo de lectura y sus palabras.
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