Tengo delante una copia de Poemas de amor, de Alfonsina Storni, publicado en Buenos Aires, en 1926. En su Poema VII, página 14 escribió: «Cada vez que te dejo retengo en mis ojos el resplandor de tu última mirada. / Y, entonces, corro a encerrarme, apago las luces, evito todo ruido para que nada me robe un átomo de la substancia etérea de tu mirada, su infinita dulzura, su límpida timidez, su fino arrobamiento. / Toda la noche, con la yema rosada de los dedos, acaricio los ojos que te miraron».
Qué palabras tan tiernas. Qué espiritualidad tan delicada. ¿Cómo se suicida una persona así, capaz de percibir tanta belleza en la vida? ¿Cómo se enceguece de pronto al punto de que cercena sus días por vivir, esos que, en el pasado, le dieron memorias así? ¿Cómo se pierden también los poetas en los laberintos de la existencia, al extremo de que dejan de ver que, fuera de los tortuosos rumbos que viven en bosques tupidos de maleza, hay montañas verdes, acantilados y litorales que ofrecen al que mira un mensaje de libertad serena y una invitación a seguir creyendo que vivir es maravilloso?
En 1938, a doce años de aquellos días, se adentró caminando en el Mar de Plata, de donde no volvió. Aquella partida fue su último poema... Cómo pudo ser.
Qué frágiles somos los humanos. Qué vulnerables nos volvemos al paso del tiempo. Qué fácilmente nos perdemos...
Vuelvo los ojos a aquel lejano Juan, el autor del libro más bello que se haya escrito, su Evangelio. Allí se lee: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda...» (Jn. 3:16).
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