«Celebrarás la fiesta solemne de los tabernáculos por siete días, cuando hayas hecho la cosecha de tu era y de tu lagar» (Dt. 16:13). Así dijo Dios al pueblo de Israel. Era aquella la Fiesta de Sucot (de los Tabernáculos). Se celebraba después de la cosecha como gratitud y memoria; el pueblo recordaba la peregrinación por el desierto y agradecía la provisión de Dios.
Se celebraba en otoño, ese tiempo en que los árboles muestran las ramas mustias, en el pesar de sus hojas caídas y los aires frescos mueven las páginas de los libros, abiertos bajo el declinar de un sol que parece despedirse. El astro rey define un caleidoscopio de colores tenues, dibuja siluetas en el cielo e impone una nueva visión del mar. Cuántas cosas se mueven en otoño desde el mundo interior; como afloran recuerdos de sueños logrados. Con cuánta gratitud recordamos la mano fuerte y el brazo extendido de Aquel que nos sacó de Egipto, nuestro otrora mundo sin Dios.
Solo hay algo que tiene más carga de nostalgia que el otoño; es el otoño lejano, ese que no volverá. Quisiéramos tanto regresar al minuto en que irrumpió el Evangelio y el mundo entero se partió en dos. Quisiéramos, pero aquellos días están muy lejanos ya.
Otoño y lejanía, qué fusión tan honda se refuerza hoy en el Sucot que celebran nuestros corazones.
Que fusión tan honda querido Amigo.
ResponderEliminar