El silencio tiene su propia gramática, sus acentos, pausas y declinaciones. Es un lenguaje pleno de grafía incomparable. ¿Quién ignora su expresiva fonología?
Lacordaire lo llamó «la segunda potencia de este mundo» y tal vez erró al colocarla en valor después de la palabra, porque el silencio es un lenguaje superior. «Callará de amor» (Sof. 3:17); así describió Sofonías a nuestro Dios, en ese minuto elevado en que las palabras colapsan y acuden en su ayuda los entretejidos acordes del silencio.
Al callar frente a los incomprensibles de la vida cerramos puertas a los demonios y expresamos madurez. Tal cosa estuvo en el consejo del salmista, cuando escribió: «Guarda silencio ante Jehová, y espera en él. No te alteres con motivo del que prospera en su camino, por el hombre que hace maldades» (Sal. 37:7). Quizá este sea, para los humanos, el más difícil de los silencios.
Poco habló Jesús ante Caifás y Pilato. Calló ante Herodes. Muy pocas palabras dijo desde la Cruz. Nada contestó cuando le pidieron que bajara de allí (Mr. 15:30). En el misterio de la redención, Jesús se cargó de silencio.
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