Cada vez menos lecturas y más relecturas; ya no nos pide otra cosa el corazón. Quizá es la señal más expresiva de que envejecemos. Cuesta hacer nuevos amigos y nos volvemos cada vez más a los que nos acompañaron toda la vida. De algún modo los libros son como esos viejos amigos; no necesitan para serlo presentaciones, verificaciones, pruebas o cautelas. Están subrayados y tocados por notas al margen; sus entrepáginas se llenan de marcadores. Son amigos probados por aciclonados temporales y tardes de recogido otoño. Nos sostuvieron en penosas claudicaciones. Abrieron horizontes que parecían cerrados. Fueron velamen que no claudicó por larga que se hizo la travesía.
«Trae, cuando vengas, el capote que dejé en Troas en casa de Carpo, y los libros, mayormente los pergaminos» (2da Ti. 4:13). Para Pablo, a la par del abrigo que calentaría su cuerpo estaban sus libros; calentarían su alma, como solo lo hacen los amigos con los que se compartió de antaño este largo andar.
Gracias a Dios por esos viejos libros. Gracias a Dios por el deleite incomparable de la relectura.
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