Dicen que toda definición implica una limitación. Parece ser verdad. El enunciado de lo que es algo es, crea límites con lo que no es.
Los límites devienen como cosas necesarias para entender el mundo. El sol no es la luna; ni los planetas, estrellas. La tierra limita al mar, la tarde al crepúsculo, la vida a la muerte y la eclosión floral al siguiente marchitar del lirio. Tales exclusiones se limitan entre sí y definen ámbitos. De ellos no podemos prescindir.
Pero los hombres pugnan también por definirse, y al hacerlo se limitan, y enrumban sus vidas hacia la más penosa de las crisis: la de identidad. Los seres humanos, en la semejanza que de sí Dios les dio, son mucho más que todo lo que ellos mismos puedan decir. Mucho yerra la astrología: el hombre es más de lo que de él puedan decir las estrellas; el más depravado lleva en sí la imagen de Dios (Gn. 1:27).
Qué decir de los que quieren definir a Dios. Si definir es limitar ¿alguien puede pensar un tiempo en que no estuvo Aquel que es Eterno? Si definir es limitar ¿alguien puede sugerir un espacio donde no se desborde Aquel que es infinito? Si definir es limitar ¿alguien puede hablar de algo que no pueda el Omnipotente o no sepa el Omnisciente? ¿Alguien puede definir a Dios?
Nombrar es definir, y solo el Altísimo pudo hacerlo de sí cuando alguien le preguntó cómo se llamaba; era preguntarle cómo se definía. Él contestó: «Yo soy el que soy» (Ex. 14).
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