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jueves, 4 de julio de 2024

Manasés

Manasés, rey de Judá, estuvo entre las personas más malas que han existido. Genocida de su pueblo, derramó «mucha sangre inocente en gran manera, hasta llenar a Jerusalén de extremo a extremo» (II Re. 21:16). Edificó «los lugares altos que Ezequías su padre había derribado», «levantó altares a Baal»; «hizo una imagen de Asera» (v.3). Él fue una paráfrasis de Acab: torció la adoración del pueblo y «edificó altares para todo el ejército de los cielos en los dos atrios de la casa de Jehová» (v.5).

Como «agorero» «instituyó encantadores y adivinos» (v. 6). Como idólatra pasó por el fuego a su propio hijo; lo sacrificó vivo a demonios (v.6). «Hizo lo malo ante los ojos de Jehová, según las abominaciones de las naciones que Jehová había echado de delante de los hijos de Israel» (v. 2).

La tradición judía, celosamente guardada por el pueblo hebreo, asegura que aserró a Isaías; cortó en dos al profeta nacional, aquel que sostuvo la revelación célica en tiempos de su padre, Ezequías, frente al sitio de los asirios, cuando todo parecía perdido (Is. 37).

Perverso, asesino, miserable, prevaricador, idólatra; abominado y aborrecido por su propio pueblo, despertó la ira y el juicio de Dios y Aquel que es el Rey de justicia envió «los generales del ejército del rey de los asirios, los cuales aprisionaron con grillos a Manasés, y atado con cadenas lo llevaron a Babilonia» (II Cr. 33:11).

Este parecería un justo fin a la cruenta historia de uno de los hombres más malos que existió, pero no lo es. En la oscuridad de la mazmorra inhóspita donde fue recluido, a solas con tan infecta conciencia, en el último reducto de su miseria profunda «puesto en angustias, oró a Jehová su Dios, humillado grandemente en la presencia del Dios de sus padres» (v. 12).

Ni aun así tú y yo lo habríamos escuchado; tribunal alguno de la tierra le extendería absolución. Es sacudidor pensar que, a este imperdonable, lo perdonó Dios. «Y habiendo orado a él, fue atendido»; «Dios oyó su oración, y lo restauró a Jerusalén, a su reino. Entonces reconoció Manasés que Jehová era Dios» (v. 13). Profundamente arrepentido «quitó los dioses ajenos, y el ídolo de la casa de Jehová, y todos los altares que había edificado en el monte de la casa de Jehová y en Jerusalén, y los echó fuera de la ciudad» (v. 15). «Reparó luego el altar de Jehová, y sacrificó sobre él sacrificios de ofrenda de paz y de alabanza; y mandó a Judá que sirviesen a Jehová Dios de Israel» (v. 16).

Millones luchan hoy con el pensamiento de una vida irremediable. Tal cosa palpita detrás de cada suicidio; en toda conducta autodestructiva está subrepticia la idea de un fracaso irreparable. Si se volvieran al Señor Jesucristo; si reconocieran el valor de Su vida, el valor de Su muerte, la redención que obró la Sangre derramada; si los que hoy se dejan morir se abrieran un instante al Espíritu Santo, él único capaz de llevarnos a «conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» (Ef. 3:19).

Puede ser que el denso velo que cubre tus ojos no te deje ver el poder inmarcesible del perdón de Dios en Cristo Jesús. Se abre entonces la pregunta: ¿eres peor de lo que fue aquel lejano rey de Judá?

No luches más con la idea satánica de que no puedes ser perdonado y restaurado. Manasés lo fue.




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