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sábado, 1 de junio de 2024

Mentor, una palabra tan mal usada...

Mentores... Casi hicieron del término una regla para definir al que nos moldeó, ayudándonos a subir los ríspidos cerros del ministerio. Nunca debió ser. A tal palabra se le vio nacer en la Odisea, de Homero. Era el nombre de aquel consejero que dejó el rey Ulises a cargo de su primogénito, en los años de ausencia, por razón de la guerra de Troya. Este guiaría al hijo del rey en asuntos de educación, arte y gobierno.  

Mentor era un invocador politeísta; se movía en el más cerrado paganismo. En la mejor de las lecturas que se quieran hacer de él, era un mero consejero natural. ¿Lo son los que nos desbrozaron el camino? ¿Deben ser llamados mentores aquellos que rompieron la cúpula de bronce que nos cerraba la visión? Por más que se pretenda generalizar, este no es un término bíblico para nombrar al que hace un algo así. La Iglesia fue equipada con ministerios y dones y Aquel que representa a Dios en la tierra, el Espíritu Santo, les dio nombres.

Llamar «mentor» a uno hace algo tan santo como formar y pulir ministerios, ordenar llamados, extender los límites del servicio en la fe es una secularización, una redefinición, un nuevo nombrar de algo que ya Dios nombró.

«Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros» (Ef. 4:11).

En la Iglesia no tuve mentores; tuve maestros y pastores, amigos e inspiradores, amados compañeros del ministerio. En la gracia de Dios tuve ancianos sabios que me ayudaron a ver cuando no veía. Eso tuve.

Mentores, no. Nunca tuve mentores.



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