Hay testimonios que merecen ser oídos y guardados en el corazón, porque recuerdan a ese abrir de caminos en un bosque tupido, y este es uno. Se lo oí a mi hermano en Cristo, el Rev. Agustín Campos, Pastor de la Obra en Longview y, por veinte años, Secretario de la Sección. Lo contó ante el cuerpo ministerial, los líderes y los hermanos en la fe presentes en la Confraternidad de Educación Cristiana de la sección Tyler, Texas, reunida el sábado 2 de noviembre de 2024, en la sede del Templo de las Asambleas de Dios en la bella Ciudad de Mineola. Así dijo el bueno de Campos:
Por tres días no pude dormir. El Espíritu Santo me decía que debía ir y predicarle a Sabino Barrios. ¿Qué problema había con eso? ¡Pues que Sabino Barrios era terrible! Yo era mayordomo de él en el trabajo y teníamos buena comunicación, pero aquel hombre era terrible, de esos que uno dice: «A este no hay quien lo saque del infierno». Pero mientras más resistencia yo hacía más me presionaba el Espíritu. No podía dormir. Aquel hombre era malo y nuestro barrio era pura corrupción. Vaya cosas las que me decía Sabino todos los días. No se puede imaginar. Terminé diciéndole al Señor: «Bueno, para que me dejes dormir, voy a hablarle de Cristo». Así es que una tarde lo llamé, y le dije: «Sabino, necesito hablar contigo. Vamos al fondo de la casa, al patio». Y allí nos sentamos. Sin ninguna expectativa de lograr algo bueno, le dije: «Sabino, quiero decirte que Cristo te ama y que te llama para mostrarte y revelarte ese amor». Fui comunicándole poco a poco el plan de salvación y cuál no sería mi sorpresa al ver que, de pronto, dos lágrimas inmensas rodaban por las mejillas de aquel hombre terrible. Había sido sensible al Evangelio. Terminé diciéndole: «¿Quieres recibir a Cristo como Salvador personal?». Compungido, pero resuelto, él dijo: «Si, quiero». Oré por él, y desde ese día, Sabino Barrios fue transformado en una nueva criatura.
Su esposa hizo muchísima resistencia. Había sido siempre una mujer mansa y tranquila, pero comenzó a hacerle unas cartas terribles, donde le advertía: «Si tú me vienes aquí con ese Cristo de que tú hablas hazte la idea de que no tienes esposa, ni hijos, ni hogar». Yo no quería leer aquellas cartas porque eran muy personales, pero él me las traía e insistía, y me decía: «Déjala, que esa va a caer rendidita a los pies de Jesús». ¡Y así fue! En un culto de bautismo aquella mujer no resistió más y se rindió a Cristo.
Lo más impresionante de todo es que, como consecuencia del encuentro de Sabino con Cristo, todos sus hijos vinieron a la fe. Hoy, en esta Confraternidad, su nieto Osías es el teclista que está tocando para el Señor, y su hermana, Marbel, la solista que canta. Su otro hermano Josué también es cristiano. Hoy, que los veo a los tres sirviendo al Señor, me da gran alegría, y me digo: «Qué bueno fue obedecer a la voz del Espíritu aquel día, qué alegría me da ver a toda la familia en el Señor, y a sus nietos dirigiendo la alabanza, tocando los instrumentos y cantando para Dios. Qué bueno ha sido».
Es una historia bella y aleccionadora, que nos enseña con voz alta y clara que detrás del más terrible de los hombres puede estar escondida un alma que termine siendo sensible al Evangelio, rindiéndose a Cristo, trayendo consigo a toda la familia y descendencia, y repitiendo la historia del carcelero de Filipos: «y en seguida se bautizó él con todos los suyos» (Hch. 16:33). Esa experiencia de salvación también llevó a una determinación familiar en Josué cuando dijo: «Yo y mi casa serviremos a Jehová» (Jos. 24:15).
Mire en derredor suyo, porque el próximo Sabino puede estar a las puertas. No importa lo terrible que sea, háblele de Cristo.