«...Es necesario que comparezcas ante César» (Hch. 27:24). Así dijo el ángel al apóstol Pablo. Muchos suponen que algo así, tan en la voluntad de Dios, debe fluir con facilidades: «Pablo, el heraldo de la fe, traspuesto, como lo fue Felipe (Hch. 8:39), aparece de pronto en la corte, ante el César, para luego desaparecer en invisible regreso». Pudo ser. «Pablo invitado a Italia por un amigo influyente que le desbroza el camino rumbo al trono, donde debe hablar». Pudo ser.
Ni lo uno ni lo otro. El apóstol entrará a Roma en cadenas, entre miserables condenados. «Es necesario...», así le dijo el ángel. ¿Cómo entenderlo?
Las enfermedades, citaciones a corte, accidentes y maltratos son agrestes campos de pastoreo, o catapultas a misiones difíciles, permisiones de Dios cuajadas de célicos enigmas. Y la vida de los grandes hombres y mujeres de Dios se llena de ellos.
La Iglesia sigue en su seno los pasos de Aquel que fue «despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto» (Is. 53:3). El Señor Jesús es modelo y misterio mayor. En Sicar, cansado del camino, se sentó junto al pozo (Jn. 4:6); en el Mar de Galilea, sobre la popa de la barca, agotado, se quedó dormido (Mr. 4:38); desde Jericó hasta Jerusalén salvó a pie con los discípulos veintiocho kilómetros bajo el más ardiente sol (Lc. 19:28). Finalmente, enfrentó solo el misterio mayor: la Cruz. Y por todos murió (II Co. 5:15).
Mire la vida de Jesús. No hay en momento alguno asomo de rebelión a los designios del Padre. Él lo sabía: «era necesario».
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Su comentario a este artículo se recibe con respeto y gratitud.