Compararse con los demás es uno de los males de la juventud. Este penoso hábito es propio de una edad en la que no se ha comprendido que todos tenemos valores propios. Y el menoscabo de los que quieren arrastrarnos tras de sí como serviles estelas no debe ensombrecer la autoestima.
Este compararse es una presión constante sobre la niñez y la adolescencia; aun daña a muchos adultos. Creo que, en algún momento de la vida, todos la sufrimos.
Niño, joven, adulto: el único referente a quien mirar, el único valor humano a seguir, la meta y la expectativa de Dios en ti es Cristo. Nadie más es digno de ser contemplado como modelo. Pretenden serlo artistas, políticos, ideólogos y filósofos. Y esa presión gravita sobre la juventud como nunca en la historia, en esta época de redes expansivas que penetran lo más recóndito del hogar. Frente a ellas, tienes un muro de contención que te guardará, una señal bíblica que se alza para siempre en la historia indicándote el único modelo de vida a seguir. Está contenido en las palabras de Aquel que dijo: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida» (Jn. 14:6).
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