Juan 8: 1-11 tiene un interesante contenido narrativo. La escena se desarrolla en Jerusalén, en el área del Templo, posiblemente en su patio exterior. Así se registra por el apóstol Juan:
1 Y Jesús se fue al monte de los Olivos.
2 Y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba.
3 Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio,
4 le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio.
5 Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?
6 Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo.
7 Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.
8 E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.
9 Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio.
10 Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?
11 Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más.
Son tan claras las imágenes presentadas aquí. En aquella multitud irascible que pidió la muerte de la mujer estaba la ley. Cada piedra que sostenían en la mano era un estatuto, un precepto, un mandamiento, un instrumento condenatorio. En Jesús estaba la plena gracia de Dios, vehículo santo de perdón y restauración. En la mujer estábamos nosotros; y con nosotros, toda la humanidad, «por cuánto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Ro. 3:23).
Aquel conjunto acusador de escribas y fariseos no reconocía autoridad legal en Jesús. Solo querían demostrar públicamente que, el Evangelio presentado por Él, no aplicaba a las claudicaciones cotidianas del pecado; querían derribar su mensaje llevándolo a una confrontación con la ley de Moisés delante de todo el pueblo. De ahí la expresión de desinterés del Señor, que no les prestó la atención que esperaban, porque con el mismo encono con que acusaban a la mujer lo estaban acusando a Él. Ojalá y nosotros mostrásemos el mismo desinterés hacia los que nos infaman y acusan cada día.
Jesús siguió escribiendo en tierra, concentrado en algo elevado, más digno de su atención que aquella caterva punitiva. Pero la gente vana suele ser persistente. Ellos repitieron públicamente una y otra vez los cargos penales, la sentencia inapelable, la exigencia de una aplicación sumaria... Aquella conjunción de terquedad e hipocresía rompió el ensimismamiento del Señor que, volviendo en sí, tomó en su boca la ley y la volvió contra sus proponentes: «El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella».
Lo que hasta ese instante había sido un desordenado bullicio se tornó en un súbito e inesperado silencio. La ley aplicó a la consciencia de sus pretendidos ejecutores. El Señor hizo aflorar a la memoria de todos, comenzando por los más viejos, cada uno de sus crímenes, robos y desvergüenzas. Los yerros escondidos brotaron en las memorias dormidas con toda nitidez. Las manos se paralizaron, los rostros decayeron; en un instante, Jesús desvencijó toda la madeja legal y cada fiscal, juez y verdugo allí presente vio contra sí una sentencia mayor con relación a la que proponían. Como náufragos que apenas sobreviven a un tempestuoso mar de vergüenzas, se fueron alejando uno a uno «desde los más viejos hasta los postreros». Todos terminaron abandonando la escena, escena que no olvidarían nunca.
Note que, tales acusadores, al irse, se alejaron de la ley ostentada fríamente en cada piedra, y se alejaron a un tiempo de la gracia, al poner distancia entre ellos y Jesús. La mujer, confundida por los vaivenes del terremoto vivido, tuvo un acierto: no huyó, como se podría esperar de una presa a la que dan oportunidad de hacerlo; ella permaneció allí, al lado de Aquel que es la gracia, y se sostuvo hasta que el largo silencio fue interrumpido por Aquella voz que le preguntó: «Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?». Ella, sobrecogida todavía por la violencia de la escena vivida, contestó: «Ninguno, Señor». Jesús, recomponiendo los pedazos rotos de aquella alma concluyó: «Ni yo te condeno; vete, y no peques más».
¿La mujer de esta historia aprovecharía bien aquella oportunidad? ¿Cambiaría su vida para siempre? Quiero pensar que sí. Y quiero pensar también que, como ella, tú aprovecharás la gracia de Dios en este día, esa que perdona, restaura, y enrumba a los elevados propósitos del cielo. Así sea sobre ti hoy como lo fue sobre ella: «Ni yo te condeno; vete, y no peques más». Es el Evangelio. Es el Señor Jesús.
Amén, es sublime gracia, que nos eleva del polvo a la imagen del señor, gracia que rompe las cadenas, nos salva y restaura
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