Si supieran de la riqueza que se atesora cuando se lee. Si pudieran sentir por un instante el cambio del que llena la mente con información sana y nueva.
Si entendieran lo libre que hace al hombre hurgar entre las páginas de un libro y filtrar de él toda la información posible. Dostoievski pedía a su familia desde la cárcel: «Libros para que mi alma no muera». Este fue el ruego del más grande teólogo cristiano que haya existido, el apóstol Pablo: «Trae, cuando vengas, el capote que dejé en Troas en casa de Carpo, y los libros, mayormente los pergaminos» (II Ti. 4:13). Él sufría prisión, y sabía que leer era un modo de ser libre.
Pero no quieren enriquecerse, no quieren cambiar, no quieren ser libres; no quieren leer.
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