Solo una persona en este mundo puede entender la tristeza de un cubano exiliado, ese que, al visitar un lugar se ensombrece, pierde el disfrute pleno y musita desde un hondo silencio: «Si estuviera aquí mi familia...».
Solo una persona en este mundo lo mira complacido cuando ve que lo retrata todo, como si el mundo de América de ríspidas laderas, planicies inacabables, exuberantes bosques y ríos que son mares hubieran sido creados nuevos para él.
Solo una persona en este mundo entiende por qué ese minúsculo caribeño, médico, electricista o maestro se enteró de que existían las Torres Gemelas el día que cayeron; por qué se detiene a mirar los pequeños comerciales que todos ignoran; por qué duda al acercarse a las puertas automáticas; por qué se siente extraño cuando advierte atmósferas de edulcoradas bienvenidas en una tienda común; por qué esboza una sonrisa a medio camino entre la timidez y la tristeza cuando ve que se disculpan con él y no entiende por qué.
Solo una persona en este mundo sabe por qué lo ven poco en restaurantes, donde nunca echa a la basura la comida que quedó; por qué no lo conocen en tiendas de etiquetas por más que prospere; por qué madruga enfermo y se enrumba a trabajos forzados; por qué maneja autos usados y ama las tiendas de ropas recicladas.
Solo uno sabe con certeza que las aguas del Mississippi pueden crecer si el que llora sobre ellas es cubano.
Solo una persona en este mundo entiende por qué le ven regresar mil veces a la cuna de todos los desprecios, la ínsula en que tanto lo maltrataron.
Solo una persona y nadie más en este mundo lo puede comprender: otro cubano.
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