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miércoles, 5 de febrero de 2025

Nos parecemos a lo que releemos

Jorge Luis Borges dijo más de una vez: «Somos lo que leemos». Se estaba contraponiendo a las conocidas palabras de alerta de la educación dietética humana: «Somos lo que comemos». Sin demérito alguna a la obra del más universal de los escritores argentinos creo que le faltó precisión en lo que dijo, porque no somos lo que leemos, sino lo que releemos. Mucho de aquello que se lee se queda en el vacío de la desmemoria y deja de ser, diluido en un mar de nuevas lecturas que lo ahogan. Nos parecemos a lo que releemos; eso sí queda; un nuevo trillar define el surco en el pensamiento; la reiteración de una reflexión hace raigal la idea; esta marca para siempre la vida; se vuelve parte de nosotros, del hablar, del pensar, del sentir.

Por eso la Biblia no es un libro a leer en la secuencia escolar donde participan El Quijote o Los cuentos de Grimm. El santo libro de Dios tiene que influir para bien en la personalidad del que la lee, llenar su vida y condicionar hasta el último pensamiento. No es un libro a leer; es un libro a releer. Ojalá y entienda que no es lo mismo, porque no somos lo que leemos, sino lo que releemos.

A un hombre muy ocupado Dios dijo: «Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien» (Jo. 1:8) Era general de un ejército en guerra, estadista, jurisconsulto, padre, hermano; se llamó Josué. Su vida fue la relectura de aquella ley, que era el Pentateuco bíblico. Aquel libro llegó a ser parte de sí, como lo debe ser de ti.



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