No se les inculca a los niños de doce años, como lo éramos entonces, el amor a los libros con El Quijote y La Casa de Bernarda Alba. Son grandiosas producciones literarias, pero su comprensión no está en armonía con la mente de un pequeño. Todos aprendemos a leer mucho antes de madurar, y tales obras no producen sino el rechazo natural que hacemos a lo incomprensible.
La niñez y la adolescencia son los tiempos de Salgari, Dumas o Verne, si es que se quiere despertar el amor a la lectura en esas edades primigenias del intelecto. Hay que desconocer el pensamiento juvenil para tratar de imponer en los programas ─¡aquellos que sufrí!─, La Eneida de Virgilio y la nada leíble Ilíada de Homero. No puede llegar a Shakespeare, en Macbeth, sin pasar por Roger Lancelyn Green, en Robin Hood.
Llene la niñez y la temprana adolescencia de El corsario negro, La Isla misteriosa y El conde de Montecristi, y habrá llenado la vida de pasión por la lectura. Con ella nacerá y vivirá para siempre el amor a los libros.
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