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sábado, 14 de septiembre de 2024

Solo hay algo más bello que la poesía

Qué bella expresión es la poesía cuando las metáforas están claras, cuando se tienen los códigos que develan las imágenes escondidas tras el lírico vestir, ese con que las cubre el pudor del poeta. Qué bella viene a ser entonces la poesía.
La poesía es la más grandiosa expresión de la palabra, y solo hay algo que la supera en belleza: su comprensión.  



sábado, 7 de septiembre de 2024

Ya llegará el tiempo...

No se les inculca a los niños de doce años, como lo éramos entonces, el amor a los libros con El Quijote y La Casa de Bernarda Alba. Son grandiosas producciones literarias, pero su comprensión no está en armonía con la mente de un pequeño. Todos aprendemos a leer mucho antes de madurar, y tales obras no producen sino el rechazo natural que hacemos a lo incomprensible.

La niñez y la adolescencia son los tiempos de Salgari, Dumas o Verne, si es que se quiere despertar el amor a la lectura en esas edades primigenias del intelecto. Hay que desconocer el pensamiento juvenil para tratar de imponer en los programas ─¡aquellos que sufrí!─, La Eneida de Virgilio y la nada leíble Ilíada de Homero. No puede llegar a Shakespeare, en Macbeth, sin pasar por Roger Lancelyn Green, en Robin Hood.

Llene la niñez y la temprana adolescencia de El corsario negroLa Isla misteriosa y El conde de Montecristi, y habrá llenado la vida de pasión por la lectura. Con ella nacerá y vivirá para siempre el amor a los libros.

No se apuren los académicos, ya madurará la mente de ese pequeño; tiempo le sobrará para perder los irrecuperables, reponerse a esas heridas que dejan cicatrices imborrables en las grietas escondidas del alma y educan el pensamiento; ya llegará el tiempo en que podrá leer, sin rechazo, la Resurrección, de Tolstoi y Los miserables, de Víctor Hugo; ya amará al Quijote, y llegará el tiempo en que entenderá que El pequeño príncipe, de Exúpery, es algo más que un bonito cuento.



domingo, 1 de septiembre de 2024

La Cruz

La cúpula del Capitolio de La Habana tiene noventa y dos metros de altura y es la sexta mayor del mundo. Resulta visible desde gran parte de la ciudad. Es un gran referente para todos. De niño, con siete u ocho años, escapaba del hogar y me internaba por las calles de La Habana Vieja, rumbo a los muelles; cruzaba la bahía en la lancha de Casablanca; exploraba las plazas y las vetustas iglesias, con sus parques. Como era de esperar, a cada rato me perdía, y lo tomaba con mucha calma, porque todo se reducía a encontrar el Capitolio. A veces lo veía desde lugares elevados; cuando no lo lograba preguntaba a algún adulto serio, y este me indicaba. ¿Para qué lo hacía? Bueno..., desde el Capitolio sabía regresar a casa.

Avanzando la vida descubrí que hay un referente más importante que aquel Capitolio: es la Cruz; desde ella podría encontrar el rumbo todo de la vida. 

La gente, aun en la fe se pierde. Desde la experiencia del menosprecio, la traición, el trato mezquino, hay un punto en que se sienten disueltos los valores y se apaga el deseo mismo de vivir; se pierde el rumbo. En tales momentos la Cruz se levanta como el único referente. Allí se concentró todo el menosprecio del mundo; sobre ella fue reducido a agonía, despreciado y desechado, molido por el más desbordado odio, el Señor Jesús. Él llevó sobre sí el pecado del mundo y en su cruenta muerte nos trajo salvación y vida eterna. Es el Evangelio.

Miremos a la Cruz. El más grande de los hombres murió allí «para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga la vida eterna» (Jn. 3:16).