No puedo pretender vivir del agua que trae en el hueco de su mano el evangelista ungido.
No puedo en modo alguno lograr éxitos durables a expensas del noble rocío que cae en la visita pastoral.
No puedo echar raíces poderosas en aquella tierra de humedad temporal que significa el amigo con revelación.
Ellos son mensajeros benditos que te acercan el agua a la boca, y sostienen, entre golpe y golpe, el ánimo de tu ser endeble. Son preciosos, pero no podemos vivir de ellos. Vayamos a la fuente. Bebamos unidos de ella.
Apagada ya la esperanza de socorro, Agar se echó a morir, y la fuente estaba cerca: «Entonces Dios le abrió los ojos, y vio una fuente de agua; y fue y llenó el odre de agua, y dio de beber al muchacho» (Gn. 21:19).
No esperes más por uno que, movido a misericordia, quiera acercar una gota de agua a tus labios, agrietados ya a fuerza de andar por este vasto desierto. Pon fin a tus desvaríos; ven a la fuente: «Porque dos males ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen agua» (Jer. 2:13).
No dependas más de nadie. Jesús es la única fuente de plenitud y salvación. Dios abra tus ojos para que veas cuán cerca está Aquel que dijo: «...el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna» (Jn. 4:14).
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