Es la oración más breve que aparece en la Biblia. Se pronunció en el Mar de Galilea, en una madrugada tempestuosa. Once testigos la oyeron de un pescador asustado. Se llamaba Pedro. Con no poco ímpetu y notable fe acababa de caminar sobre las aguas, cuando la furia de los vientos le quitó de golpe la seguridad interior. Comenzó entonces a hundirse y bajo el encapotado cielo que cubría aquel siniestro mar, se le oyó clamar: «¡Señor, sálvame!» (Mt. 14:30).
Ese fue el contexto. Esa fue la oración.
Jesús, que también nos oye cuando fracasa la fe, extendió su brazo a Pedro, lo puso en pie sobre las olas, y lo sostuvo seguro a su lado.
«¡Señor, sálvame!». Qué oración... Howard Hendricks llamó a estas dos palabras «la oración más hermosamente concisa de la Biblia». El colapso de la fe no era para aquel pescador de Galilea un mero cambio de silla; aquel fracaso le llevaba a la muerte...; no quedaban tiempos para argumentos, proclamaciones, siquiera recuerdos; y desde lo más profundo de sí, él alcanzó el corazón de Jesús con una oración hecha en dos palabras: «¡Señor, sálvame!». Cualquiera otra que hubiera hecho habría dado al traste con un calamitoso desastre. «¡Yo declaro!», «¡yo decreto!», ninguna de estas vanidades antropocéntricas habría hecho diferencia en aquel mar revuelto.
¿Funcionó?
Puede decirse que nadie cambió tan bruscamente desde el más completo fracaso hacia el más grandioso triunfo, porque no dice la Palabra que Pedro fuese llevado en hombros por Jesús; aquel pescador regresó a la barca caminando...
En el duro ejercicio de vivir, aun andando por fe, se fracasa más de lo que se pudiera desear. De aquella madrugada nos quedó un modelo vivo en el orar: «¡Señor, sálvame!». Es la única oración coherente con la condición humana. Es todo lo que el cielo espera oír en este «valle de lágrimas»; y nunca fue más pertinente, porque la humanidad ha enloquecido; nunca como hoy cedieron bajo nuestros pies los valores que sostenían a la humanidad: el orgullo ancestral por la familia, la hombría, la maternidad; el respeto al maestro, al anciano, al hombre sabio; el amor a la naturaleza, las artes, los libros...
Es el fin. Nos hundimos. No queda tiempo para otra oración.
El mundo está en su peor hora de oscuridad. Nunca fue más cerrada la noche, ni se defendieron con más encono los antivalores. Los vientos que rugen hoy son desconocidos por su innoble fiereza. ¿Nos abandonó Jesús? ¿Estamos solos en este mar de desesperanza? ¿No nos queda más que contemplar lúgubres el fracaso de nuestra fe? Aquel Pedro pudo pensar así.
Siervo: a través de amargas experiencias ministras. Es uno de los precios más altos del llamado. Como tú, aquel pobre pescador era un instrumento, y Jesús permitió en su vida aquella noche de tempestad, y le dejó hundirse para que a todos nos alcanzara hoy una oración como la que él hizo; para que nos aseguráramos en la tal hora acerca de qué pedir; y, finalmente, para que supieras que la misma mano que asió de Pedro asirá de ti.
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