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sábado, 17 de agosto de 2019

Librado González González (1937-2019). Con el Señor

Librado González González (1937-2019) 

Tomado de: Octavio Ríos. Gratitud. EUA: KDP Publishing. 2019, p. 231. (https://www.amazon.com/gp/product/1080071180/ref=dbs_a_def_rwt_bibl_vppi_i0)

Si Rolando Rivero me descubrió Nahum 1:7, Librado González, en medio de mis perplejidades, temores e inseguridades, me descubrió Proverbios 29:25: “El temor del hombre pondrá lazo”. Era un anciano que había conocido ya los fuertes veranos de la vida, y yo era un joven que principiaba como maestro bíblico de una iglesia complejísima. Tenía doscientos alumnos que llenaban el sótano donde cada domingo improvisábamos un aula gigante. La oposición, en sus más diversas formas, se cernía con frecuencia contra mí. Desde su ancianidad, el experimentado consejo que de él recibí fue determinante para que no claudicara mil veces.
Él dirigía los tiempos de oración los sábados en la mañana. Tradicionalmente la asistencia era muy pobre, y se propuso convertirlo en uno de los cultos principales de la Iglesia, e invitó al Espíritu Santo a estar allí. Llegó a ser tal la manifestación del Señor que pronto se convirtió en un servicio que, por su asistencia, estaba a la par de cualquier evento evangelístico. Para muchos hermanos se convirtió, de hecho, en el principal culto de la semana.
No trate de imaginarlo como un predicador exaltado. Se manifestaba como la persona más tranquila del mundo, pero nadie podía dirigir un culto de oración como él. Recordaré siempre la libertad del Espíritu en que se movían los dones, como lo más refrescante y hermoso que haya visto nunca.
Era capaz de darle importancia al sentir del más insignificante de los presentes. Cada hermano que asistía sentía que había tenido un trato personal con el Señor. Este trato a veces era una grande y solemne advertencia. Si el hermano, llamado al orden por Dios, lo aprovechaba entonces le iba bien, si lo desestimaba era triste lo que pasaba. De ningún modo era aconsejable desechar un sentir de Librado González. Cuenta mi esposa, la Revda. Elízabeth de la Cruz de Ríos:

Terminaba ya aquel culto de oración cuando Librado, inquieto, de pronto detuvo a todo el mundo. Era la oración de despedida, pero el Espíritu Santo no lo dejaba terminar. Al orar empezó a decir en el Espíritu: “¡Cuidado con lo que vas a hacer!”. Lo repetía una y otra vez, y buscaba entre la gente para ver si definía a quién Dios le hablaba. El hermano F sabía que aquella palabra era con él, y no quiso pasar para que oraran, pese a lo insistente y apremiante del llamado que Librado hacía. Terminó el culto. Todos nos fuimos. Al día siguiente regresamos temprano a la escuela dominical. El ambiente general era de consternación. Pronto supimos que el hermano F había matado a su esposa…

No era Librado González un pastor, en el sentido más ortodoxo de la palabra, pero no he conocido una persona con una capacidad más grande para dar un consejo bíblico certero que él. Su casa-culto, en Luyanó, La Habana, era la más hermosa de todas. Al entrar se sentía a Dios. No era un predicador homilético; por más que tratara no podía preparar los mensajes; él se ponía de pie tras su rústico púlpito de madera de pino, muy gastado, abría la Biblia y donde primero caían sus ojos, allí leía, y ahí empezaba el sermón. Si, ya sé que no debo decirles eso a los predicadores jóvenes, pero era como pasaba, y así Dios le usaba. Admirablemente él discernía desde cualquier lectura lo que Dios quería decir, y era capaz de dar una reflexión tan profunda que usted se sentiría inclinado a pensar que había estado días preparándola.
Me invitó con frecuencia a su humilde casa-culto, y de los tiempos que ministré allí guardo algunas de las impresiones más gratas de mi vida.
Siempre le tuve presente en mi clase de jóvenes. Él trabajaba en la cocina, de modo que me oía, al encontrarse a escasos tres metros de mí.
Creyó en mí cuando otros no creyeron. En el Espíritu me llamó al ministerio. “¡Yo lo llamo! ¡Yo lo llamo!”, me decía en el Espíritu, y con urgencia aquella mañana, a mediados de la década del 90, en que recién se había derramado el Espíritu Santo en aquel sótano, lleno de jóvenes de pie, con los brazos en alto, llorando todos, en la presencia misma de Dios.
Salía mi esposa de un intensísimo tiempo de oración de varios días en el hogar. Nadie lo sabía. Entramos al sótano. En el Espíritu, Librado la miró, y con la expresión de alguien que lo sabe todo de uno, le dijo: “Fortaleza de oración”, y volviéndose a mí, muy serio y solemne, me dijo: “Eso dice el Señor, que ella es una fortaleza de oración”.
Nació Librado el 18 de enero de 1937, y el Señor le llamó al descanso eterno de los santos el 16 de agosto de 2019, dejando tras de sí un notable e indeleble legado. Sostuvo económicamente pastores y evangelistas. Cosió mis zapatos cuando se rompieron. Fue comida al hambriento, y refugio al desterrado. Como eje central de muchos eventos nacionales, en lo administrativo, fue el brazo derecho del pastor. Querido y consultado por todo el mundo llenó una hermosa página de servicio, en que combinó inigualablemente la finísima ministración en el Espíritu, propia de un experimentado anciano, con la más eficaz diaconía.



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