La escritora Anne Lamott afirmó: «Perdonar es renunciar a toda esperanza de tener un pasado mejor». Atendía, al decirlo, a una de las áreas más complejas a la hora de perdonar; tiene que ver con el perdonarnos a nosotros mismos. Divorcios, desamparos familiares, traiciones de amigos, promociones retenidas, enfermedades penosas, lejanías, pérdidas; todas gravitan como fardos inamovibles que arrastramos, que se resisten a ser borrados de los archivos donde guardamos los más tristes recuerdos. Pero los fracasos y su sentido de culpa inherente, Dios los olvidó. «¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad?» (Mi. 7: 18a). «Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados» (Is. 43:25). El Omnisciente, el Altísimo, no los recuerda ya. ¿Por qué lo harás tú? ¿Tienes más memoria que Dios?
Mira al nuevo año, a minutos de ti, y sonríe. Mira entonces atrás a todo el año vivido, y, por triste que haya sido, sonríe también. Perdónate.
Vivir resentidos con nosotros mismos es olvidar la Obra de la Cruz; es desconocer la dimensión de lo que allí pasó. Aquel Viernes Santo del 7 de abril del año 30 (14 de Nisán), a las tres de la tarde, a instantes de morir, Jesús pronunció palabras finales de hondo significado. Un velo de misterio cubre a dos de ellas. «Consumado es» (Jn. 19: 30); así le oyeron decir los que estaban al pie de la Cruz. ¿Qué mensaje suponía para ellos? ¿Qué proclamación enviaba el Hijo de Dios al mundo infinito? Entiéndelo hoy: en aquel «Consumado es», el Señor Jesús estaba diciendo: «Todo está cumplido. La Obra está hecha. Todo está perdonado».
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