“…yo he vencido al mundo” (Jn. 16:33)
Sucedió en la Galia (1). Pudo ser la más grande derrota de Roma. La gente dice presurosa: “Julio César conquistó la Galia”, pero la mayoría ignora lo que costó.
De fracaso en fracaso las legiones romanas incursionaban allí. Del otro lado del río el ejército galo se burlaba del romano; les mostraban sus armas, y de día y de noche les hacían llegar mensajes elocuentes de no sometimiento. Cuando los romanos intentaban una maniobra de cerco o un ataque de retaguardia los galos desaparecían para luego reaparecer. El orgullo romano iba sintiéndose cada vez más herido.
Los galos finalmente se parapetan detrás de una poderosa muralla. Los romanos creen que ha llegado la oportunidad, pero una y otra vez son repelidos. Las tropas están gastadas, miles de soldados han muerto, la moral está resquebrajada, los romanos se sienten virtualmente derrotados por una Galia inconquistable. Ningún ejército avanza, nadie atina a instrumentar un plan. Las tropas de reserva han abortado su último ataque contra los infranqueables muros.
¿Qué queda por hacer? ¿Qué falta por hacer que no se ha hecho? Julio César desenvaina su espada. Su brioso corcel se mueve. Su guardia personal, último reducto de honor, ocupa la vanguardia, y con un enérgico ademán Julio César se lanza delante de sus soldados, rumbo a los muros galos. Cuando los romanos vieron a su comandante, con su capa roja, su caballo blanco y su espada desnuda, todos se lanzaron contra la muralla… (2).
Cayó la Galia.
El mundo, destruido por el pecado y controlado por Satanás, es inconquistable. Filósofos, moralistas, pensadores de todos los tiempos y edades lo han intentado, asaltando sus muros desde todas las direcciones. Han fracasado. Fracasaron Sócrates, Confucio, Mahoma y Gandhi. La humanidad se replegó derrotada ante los infranqueables muros del pecado y la muerte; solo quedaba una cosa por hacer; lo cantó, con inigualable himnología, Emily E. S. Elliot:
Tú dejaste tu trono de gloria por mí
al venir a Belén a nacer (3).
Jesús dejó las mansiones celestiales y las glorias eternas. Humilde, descendió del cielo, y se puso al frente de su ejército en un pesebre, en Belén de Judea. Es la historia de la Navidad: Cristo poniéndose al frente de su iglesia.
Detrás de las tiernas escenas de los pastores que velaban las vigilias de sus rebaños en la noche, más allá de los ángeles que cantaban, los regalos ofrecidos, la estrella que rutiló, los magos, el clima de recogimiento, quietud y bondad, que hay en torno a todo esto, la Navidad es una poderosa declaración de guerra. Es Cristo descendiendo para ponerse al frente de su ejército y conquistar un mundo inconquistable, y lanzar, en una avalancha, toda su fuerza contra el pecado y la muerte.
“¡Venciste Nazareno!”, gritó Napoleón. “Al vencedor divino de la muerte…”, cantó Bécquer (4); “Los reinos de este mundo han venido a ser del Señor y de su Cristo”, proclamarán las corales celestiales (Ap. 11:15). ¡Son voces de batalla y gritos de victoria! Desde cualquier perspectiva que se mire, la Navidad fue el inicio de un viraje en la guerra: el Rey se puso al frente de su ejército. Para eso nació Jesús y para eso hubo Navidad. Lejos de ser el pesebre un tierno espectáculo de recogido amor, es un cañón abocado al pecho mismo del infierno, es una espada blandida en la mano de un rey, es un “¡a la carga!”, en boca de un general,
Dos veces ha temblado Satanás: una fue en la cruz, la otra… en el pesebre.
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(1) Actual territorio de Francia.
(2) David Thomas, Conferencias, Corrientes Teológicas Actuales. Asambleas de Dios. La Habana, 2006.
(3) Eduardo Nelson, Editor, Himnario bautista, Himno 60. Chile: Casa bautista de publicaciones, s.f.
(4) Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas y Leyendas, Biblioteca elect. DVD. Libros Dot. S.f., pp. 80, 81.
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