La eternidad... El concepto está delante; tiene que ser enfrentado inescapablemente; ni el más ferviente creyente, ni el más enconado ateo dispone de atajos que le permitan evadirlo; sin embargo por más esfuerzo que ambos hagan no hay modo en que se pueda comprender.
Que algo no termine nunca cabe en nuestra imaginación. Que algo pueda surgir hoy y no acabarse jamás se puede aceptar. Para algo así el hombre creó la palabra sempiterno que describe lo que tiene principio y no fin. Pero lo eterno, esa condición que supone algo sin principio, eso no cabe en la más mística imaginación, como tampoco en la más exaltada abstracción filosófica. Lo eterno se puede describir, pero no se puede comprender.
La eternidad es un llamado a la humildad humana. Tal postura es la única coherente frente a ella. Si es creyente aceptará que nuestro Dios es eterno; pero cómo entenderlo; como pensar que siempre existió nuestro buen Dios de amor. Si es ateo aceptará que la materia siempre existió; pero cómo entender un algo así; ¿qué era antes del antes?
No importa la postura que el hombre adopte en materia de fe, ahí está el gran incomprensible que lo humilla: la eternidad. Podremos ir al cosmos y descender a la Fosa de las Marianas; podremos lograr pasmosos modelos teóricos del mundo físico con los aceleradores de partículas; podremos mapear el código genético de todos los seres vivos, eso y mucho más; pero, por grandes y asombrosos que sean los logros del genio humano, algo permanecerá siempre ante él como una verdad desafiante e incomprensible: la eternidad.
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