El novelista francés, Gustave Flaubert (1821-1880), escribió en 1874:
Por lo que a mí respecta, estoy asustado de la estupidez universal. Es algo que me hace pensar en el diluvio, y experimento el mismo terror que debieron experimentar los contemporáneos de Noé cuando vieron cómo la inundación invadía sucesivamente todas las cimas. La gente con ingenio debería construir algo parecido al Arca, encerrarse en ella y vivir allí en sociedad (...) llegará un tiempo en que todo el mundo se habrá convertido en «hombre de negocios» (para entonces, gracias a Dios, ya habré muerto). Peor lo pasarán nuestros sobrinos. Las generaciones futuras serán de una tremenda grosería. (1)
¿Anunciaba el autor de Madame Bovary, el fin de las artes, y de todas las glorias del pensamiento humano? ¿Sus palabras eran la premonición de la llegada de un tiempos en que un libro no alcanzaría el valor de una pizza? ¿Ya llegó esa era, enmascarada bajo la forma de promover como arte cosas que no lo son, y llamar artistas a verdaderas antítesis de tal expresión de vida? Hace unos meses, en una importante ciudad del país más desarrollado del mundo, estuve un rato, contemplando un montón de alambres retorcidos. Era una obra laureada. El pseudoarte se vende más que el arte… Hagámosle promoción porque llegaron los días de Flaubert: el negocio rige, y decide quién vive, y quien muere. Muera el arte.
Murieron revueltos entre el hambre y la indigencia, escritores como Salgari, poetas como Poe, pintores como Van Gogh, músicos como Mozart. La sombra de los tales nos acompaña hasta nuestros días, en que los nudistas de las «películas de adultos» se levantan solventes, como «genuinos artistas».
Mientras tales cosas pasan, llenan las arcas de los bancos financieros los ágiles cortadores de yerbas, los veloces taxistas y los astutos directores de seguros. Disfrutan las cumbres de la realización económica los ejecutivos de las fábricas de armas. Estos cenan en grupo, junto a los capos del tráfico humano y la droga; by the way, esta última ya es lícita; pronto será «arte» también; ya lo fue una vez, cuando Lennon le cantaba With A Little Help From My Friends [Con una pequeña ayuda de mis «amigos»]. Toda una oda a la droga.
Se han conjurado el negocio y el pseudoarte. Caminan juntos hacia el final de los tiempos. El primero le da nombre al segundo. El segundo engruesa las cuentas del primero. Oscura complicidad; lúgubres contrapesos…
¿En qué punto del camino perdimos el rumbo? Creo que fue en el tenebroso recodo donde dejamos de pensar que, en cada humano, vive un artista, devenido por accidente en financiero idólatra. En ese díscolo torcer del camino dejamos de mirar a aquel que es el Creador de todas las artes, y el inspirador supremo de cada alma. Fue un error de los griegos creer que existían las musas. Dios es la esencia misma del arte en el corazón humano.
Visto así, la única esperanza que nos queda para poder revertir el apesadumbrado sentir de Flaubert es volver a Dios. Así lo dijo la célica voz, en boca del profeta: “…preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él…” (Je. 6: 16).
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(1) Carta de Gustave Flaubert a la princesa Matilde, 8 de junio de 1874. Antología epistolar del autor. Juan Esteva de Sagrera. Artículo: “El boticario Homais”. Offarm. Vol. 23, No. 2, febrero de 2004, p. 156.
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