El 6 de marzo de
1946, Harry S. Truman (1884-1972), trigésimo tercer presidente de los Estados
Unidos, ante un nutrido auditorio que se congregó en Columbus, en el contexto
de la histórica Conferencia del Consejo Federal de Iglesias, elevó unas
palabras en las que transparentaba hondo pesar como estadista de la posguerra. Él dijo: “¡Oh, por un Isaías o un San Pablo para despertar a este mundo enfermo a
sus responsabilidades morales!”(1).
El 12 de abril de
1945, tras la muerte de Roosevelt, Truman había tenido que asumir la
presidencia; convulsionaba para entonces el mundo en los estertores finales de
la Segunda Guerra Mundial (2). Mucho discuten hasta hoy los académicos
militares, si era o no necesario el lanzamiento de la bomba atómica sobre Japón,
aliado de Alemania en la guerra. Los que están en contra, alegan que el
gobierno nipón, para entonces, ya buscaba caminos de rendición que respetaran
la perpetuidad de su sistema imperial; los que están a favor, recuerdan que el
final de la guerra en el Pacífico dependería de una invasión, y esta se haría
al costo de un número de vidas muy superior al que produjo el desembarco de
Normandía. Por un camino u otro, lo cierto es que Truman ordenó el primer
ataque atómico de la historia el 6 de agosto de 1946, sobre la ciudad de
Hiroshima; se repetiría cuatro días después, el 9 de agosto, sobre la ciudad de
Nagasaki. El día 15 de ese mismo mes, Japón mutiló su orgullo, y anunció la
rendición incondicional. Había terminado la Segunda Guerra Mundial (3) (4).
Si bien el eco de
los cañones no turbaría más los campos de guerra quedaba, sin embargo, iniciada
la más importante carrera armamentista de la historia. Habían probado eficacia
los más destructivos medios, y todos, abierta o encubiertamente, iban en pos de
ellos. ¿Cómo guiar al mundo en un contexto así, donde la destrucción era la
meta? Visto desde otro ángulo, la posguerra ofrecía el escenario de una paz
frágil, el caos de pueblos reclamando pan, de huelgas continuas, ciudades
destruidas, epidemias por contaminación. ¿Cómo guiar a un mundo tan desesperado?
Los ojos de Truman se volvieron, en un sentido de añoranza a los profetas
bíblicos y a los apóstoles de la naciente iglesia, en descuido y desdoro de que
en el mundo está presente uno mayor…
¿Leyó el título
de este artículo? ¿Su enunciado le resulta familiar? Son palabras de Jesús: “Pero
cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad…” (Jn.
16:13ª). Las pronunció a escasas horas de la cruz, en el momento más oscuro de
la historia. Los cruentos sucesos que tendrían lugar llenarían de confusión a
los ya atribulados discípulos. El tema era pertinente: no quedarían
desamparados; venía otro tras Él; éste les guiaría “a toda la verdad”.
Cristo muere por los
pecados del mundo en aquel memorable viernes santo; celebraba Israel la pascua
judía; era el 15 de Nisán (posiblemente 7 de abril), del año 30 DC (5). Regresa
Jesús a la vida en el poder de la resurrección el domingo, y durante cuarenta
días tiene encuentros con los suyos. Congregados éstos en las colinas de
Betania le ven ascender, y expectantes aguardan desde entonces la llegada de
aquella persona anunciada.
Era la mañana de
Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua, cuando aquella promesa tomó
cuerpo, y el Espíritu Santo descendió. “Cuando llegó el día de Pentecostés,
estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de
un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados;
y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada
uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar
en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hch. 2:1-4). Para
la mayoría de los estudiosos bíblicos este momento marca el nacimiento de la
Iglesia. Nunca más aquel pusilánime grupo de discípulos sería igual. Escasos
días antes se les vio “echar suertes” para definir quién quedaría en lugar de
Judas Iscariote (Hch. 1:26). Después de Pentecostés nunca más usarían un método
así. Aquel que fue enviado a la tierra en respuesta al primer acto de
intercesión sacerdotal de Jesús en el cielo, el Espíritu Santo de la promesa,
les guiaría a toda verdad.
Han pasado dos
mil años, y la necesidad de que el Espíritu Santo nos guie creció. Nunca como
ahora la inseguridad se otea en todos los frentes; el engaño penetró cada
concepto humano; la confusión se multiplica por días, exponencialmente. Mire en
derredor, todos mienten. Hace ochenta años un hombre era capaz de morir por su
palabra; hoy día usted se pregunta ¿a quién creer? Un alud de mentiras crece
indetenible, y rueda, en la pendiente inclinada de los tiempos; moralistas,
filósofos, economistas, astrólogos, ocultistas, políticos, artistas, pensadores,
todos mienten. Mienten la prensa plana y digital, mienten los noticieros
televisivos, la radio, y los inmensos espacios de internet. Personas eminentes
difunden los más adulterados engaños, y nos aplastan con su suficiencia
argumental, en tanto usted que es una persona pobre de entendimiento, se ve
reducido a una triste condición desde la que solo puede decir: “Si los que
saben, dicen eso, ¿qué puedo yo objetar?” Por ese camino los pueblos han
llegado a creer las más disparatadas afirmaciones.
¿Hay una verdad?
Si existe ¿cuál es? ¿Cómo discernirla en cada reto que te lanza la vida? “¡No
hay una verdad absoluta!”, truena el materialismo dialéctico, desconociendo el
hecho de que, al negar su existencia, ya dijeron una, y en tácito olvido de que
el mundo está construido sobre absolutos, en el epicentro de los cuáles se
sientan cotidianidades tan dispares como la triste muerte de todos los hombres,
y la inflexible ley de la gravedad. “¡Dejemos que cada uno encuentre su propia
verdad!”, es el conjuro desesperado de los existencialistas. En refuerzo del
caos acuden, en innoble alianza, el relativismo moral, la ética situacional, y
el hedonismo, este último con su archiconocida fórmula de autocomplacencia: “si
eso te hace feliz, ¡adelante!”
¡¿Cómo hemos
llegado hasta aquí?! Ciertamente, y para su mal, la humanidad ha desestimado
históricamente la capacidad que tiene Satanás para usar las sutiles herramientas
del engaño. Jesús le llamó “príncipe de este mundo” (Jn. 16:11) y “padre de
mentira” (Jn. 8:44); Martín Lutero, en su himno “Castillo fuerte”, afirma que
“…cual él no hay en la tierra” (6). Engaña con la misma facilidad a sabios y a
necios; en el ejercicio de su incomparable arte hace fenecer en los tenebrosos
mares de la confusión, a ilustres ciudadanos como a humildes orillados del
pueblo. Su poder para hacer creer el menos creíble de los conceptos, y su
capacidad para lograr que la gente acepte las más inaceptables afirmaciones,
llamando a lo blanco, negro, y a lo negro, blanco, se mueven en el rango mismo
de lo inaudito. Hoy controla la cultura, las modas, el pensamiento, la
filosofía. Su oscuro ser está detrás de la confusión de cada chofer
experimentado que, de pronto, se ve envuelto en un inexplicable accidente;
llena la mente de la mujer que aborta lo más preciado de sí: su hijo; inclina a
aquel fumador inveterado, y le convence de que el cáncer que afectó a otros a
él no lo alcanzará, hasta el penoso día en que éste se ve espumeando sangre; ciega
a ese hombre que, después de treinta años de matrimonio, encuentra repulsiva a
su esposa, y dejándole atrás, con sus hijos, la desampara y se va, para no
volver nunca más...
Engaño, engaño, y
más engaño.
Francisca
Fernández Villegas, diaconisa de la Iglesia “Palabras de Vida”, que pastoreamos
mi esposa y yo por dieciocho años, en La Habana, tuvo un sueño muy revelador
acerca de su vecina; despertó inquieta, tocó a su puerta y se lo contó; le hizo
un llamado a la salvación en Jesús, y le habló del fin de los tiempos. Ella le
contestó: “Desde que yo nací estoy oyendo decir que el mundo se va a acabar”.
Rechazó aquel mensaje en el que estaba su última oportunidad. Tres días después
perdió totalmente la razón, y le recluyeron en un centro psiquiátrico, hasta
hoy. Engañada por lo que dice la mayoría de la gente, desdeñó la voz del
Espíritu, que es la única que nos guía a la verdad; olvidó que no siempre la
mayoría tuvo la razón, y Mark Twain tuvo que escribir: “Todo hombre con una
idea nueva es un loco hasta que la idea triunfa” (7). Olvidó que fue la mayoría
la que condenó a Copérnico, al tiempo que éste levantaba la teoría
heliocéntrica, según la cual la tierra gira alrededor del sol; aun Lutero terminó
diciendo de él: “Ese necio pretende cambiar el sistema entero de la astronomía…”
(8). Olvidó que Ignacio Semmelweis sentó las bases de la teoría microbiana de
la enfermedad y sus contemporáneos le consideraron oficialmente loco tras escucharle
exigir el lavado de manos en los cirujanos (9); terminaría su pobre vida
maldecido por todos, en un manicomio, a donde le internaron en julio de 1865 (10)
(11).
Las mayorías no
son buenos referentes de la verdad. Siempre me pregunté en los días que viví en
medio de mi pobre pueblo, a las alturas de la década de 1970, cómo aquellos
inmensos grupos humanos perseveraban en el error de creer que no hay un Dios,
mientras impertérritos seguían adelante, y cómo, a la par, un reducido grupo de
personas, muchas de ellas en la ancianidad, marchaban cada domingo, con sus biblias
debajo del brazo, rumbo a la iglesia más cercana. Puedo recordar aquella noche
de 1979, a la puerta del Templo Bautista de Zulueta y Dragones, en La Habana,
como veía en el interior del inmenso salón a unas veinte personas, escuchando
atentas a su pastor, mientras frente al Templo, la parada de ómnibus agrupaba a
más de cien. Aquel desbalance de proporciones no dejaba de confundir a toda mente
joven. Los cristianos en los templos, escuelas, hospitales, centros laborales,
siempre eran los menos, y sin embargo, por treinta años no pudieron ser
confundidos: el Espíritu Santo les guio a la verdad, y no se apartaron de Sus
caminos.
Veinte años después
se desmoronó el campo socialista; los comunistas se miraban unos a otros
turbados hasta en la última fibra de su ser. No los había guiado la verdad;
pretendieron vivir de espaldas a Dios, y fracasaron, ellos y todos los que le
siguieron… ¿Dónde estuvo el error? No lo busque en otro lugar: solo el Espíritu
Santo nos puede llevar a la verdad. Ellos creyeron poder nadar con éxito en
este inmenso mar de confusión, con una ideología por sola brújula. Desestimaron
la capacidad de engaño con que se mueven las tinieblas, y arrastraron con ellos a pueblos enteros detrás de doctrinas, consignas y presunciones humanas. “¡Ay de
los que descienden a Egipto por ayuda, y confían en caballos; y su esperanza
ponen en carros, porque son muchos, y en jinetes, porque son valientes; y no
miran al Santo de Israel, ni buscan a Jehová!” (Is. 31:1).
En 1992 se
repitió para mí la escena descrita acerca del Templo de Zulueta y Dragones,
pero ahora las proporciones habían cambiado su correlación; dentro del Templo
estaban presentes más de quinientas personas, mientras la parada de ómnibus
estaba vacía… Mucho pueblo había recibido a Jesús como Salvador personal, y el
Espíritu Santo les abrió paso rumbo a la verdad. Treinta años de torcido
adoctrinamiento político fueron derribados en escasos meses.
Perdura hasta hoy
la renuencia de seguir enseñando en escuelas y universidades cubanas un
marxismo rancio que, agónico, intenta desenterrar su oscuro ateísmo. Huelga decir que dondequiera que esta doctrina
filosófica se ha probado lo único que ha traído es dolor, pobreza, tristeza y
finalmente engaño, mucho engaño, el peor de todos, aquel que lleva a la gente a
creer, ilusoriamente, que ha encontrado la verdad. Ni esa filosofía, de suyo
anticuada y no verificada, ni ninguna otra, han demostrado ser el camino para
llegar a la verdad, porque desde Sócrates hasta Bertrand Rusell lo único que
los filósofos nos han enseñado es que hay más preguntas que respuestas.
¿Sabe cuál es el
manuscrito más antiguo del Nuevo Testamento?; se le conoce como papiro Rylands;
su nombre de catálogo es P52; se conserva en la Biblioteca John Rylands, de
Manchester, Inglaterra. Es todo un tesoro. Los investigadores afirman que la
morfología de su escritura sugiere fuertemente la temprana fecha del período
adriánico, entre los años 117 y 138 DC. Apenas mide 8,9 x 6 cms. Contiene, en
una de sus caras, palabras muy significativas, correspondientes al evangelio de
Juan, capítulo 18, versículos 37 y 38. Allí se leen, en las primeras dos
oraciones, palabras de Jesús: “[…] ‘soy rey. Yo para esto he nacido, y para
esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de
la verdad, oye mi voz’. Le dijo Pilato: ‘¿Qué es la verdad?’ Y cuando hubo
dicho esto, salió otra vez a los judíos, y les dijo: ‘Yo no hallo en él ningún
delito’” (15). Es curioso que el manuscrito más antiguo que se haya
encontrado, concerniente a la persona de Jesús recoja, como tema central,
aquella interacción del Señor con Pilato, en torno a la verdad. De parte del
Señor se lee la solemne afirmación en que describe quienes son los que vienen a
Él: “Todo aquel que es de la verdad oye mi voz”. Del lado de Pilato aparece la interrogante
más importante de todos los tiempos: “¿Qué es la verdad?” No era una pregunta
ociosa; la verdad es pivote en que giran los asuntos centrales de la existencia
humana. De hecho, está íntimamente vinculada al sentido mismo de la vida. Quedaría
rubricada en la antiquísima esquela del frágil papiro la pregunta de aquel
retorcido juez, tal vez como señal de cuántas veces en la historia, en boca de todos,
se repetiría.
Perdurará hasta
el final de los tiempos la ingente búsqueda de la verdad. La gente correrá de
un lado a otro tras ella, viviendo la extraña experiencia de aquel procurador
romano de Judea, Poncio Pilato, que preguntaba por la verdad al tiempo que la
tenía delante. Por el valor de la sangre de Cristo el Espíritu Santo fue
derramado en la tierra. Está cerca de cada hombre, mujer y niño. Aproveche su
cercanía.
Escudriñe la
Palabra de Dios, lea la Biblia, y pida contantemente la asistencia del Espíritu
Santo. No confíe en los grandes intelectos. Recuerde que no es la mente, por
bien dotada que esté, la que nos puede proteger, en esta vida, de tanta
confusión, mucho menos guiarnos a la verdad; son muchos los que magnifican el
valor de la cultura y la ciencia; el historiador francés Christian Ingrao
demostró que la mayor parte de los mandos nazis eran universitarios, a veces,
con dos carreras (12). Josef Mengele, “el ángel de la muerte”, era doctor en
medicina y antropología (13); Joseph Goebbels, el ideólogo del nazismo, aquel
hombro sobre el que recostaba Adolfo Hitler su cabeza, era Doctor en Filosofía
(14).
No, no se deje
engañar nunca; solo el Espíritu Santo guía a la verdad. Un campesino humilde,
fiel a Cristo, sin recursos psicológicos, ni técnicas especializadas, es capaz
de distinguir cuando alguien le quiere traicionar; el Espíritu Santo le da
testimonio. Una persona llena de Él es muy difícil de engañar;
discierne, más allá de las palabras y gestos del embaucador, esa voz profunda
del Espíritu que le lleva, por la claridad de la revelación, a no ser
confundido.
Vivimos tiempos
de redoblado engaño. Nunca más que ahora a lo malo se le llamó bueno, y a lo
bueno malo (Is. 5:20). La maldad en forma de mentira y confusión lo ha llenado
todo, y frente a esta calamitosa realidad tu único aliado es el Espíritu Santo;
no puedes confiar en otro; solo Él te guiará a la verdad, pero para eso tienes
que recibir a Jesús como Salvador personal; este paso es el principio de toda
bendición y protección. El Señor Jesús enviará a ti al Espíritu Santo que es
quien le representa en la tierra, y Él te guiará por los inseguros caminos de
la vida, ayudándote siempre a encontrar la verdad. Nadie podrá venir a
confundirte. Ninguna corriente de esta época, por popular que se vuelva, podrá
arrastrarte en la desenfrenada carrera del engaño. Muchos perecerán asfixiados
entre los tentáculos del error, pero tú serás preservado; el Espíritu Santo,
que da permanente testimonio, te llevará siempre a la verdad.
Así te bendiga el
Señor; es mi oración.
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(1) National Archives. Harry S. Truman. Library
Museum. Home/ Library Collections/ Public Papers/ «Address in Columbus at a
Conference of the Federal Council of Churches». March 6, 1946.