El 7 de julio de 2015, recibí comunicación electrónica de la Facultad de Teología de las Asambleas de Dios de América Latina. Se me pedía que valorara la posibilidad de trasladarme, por una semana, a la República Dominicana, a fin de llevar un módulo de la Maestría en Teología Práctica, correspondiente a la asignatura “Desafíos teológicos que deben enfrentar los pentecostales”. El profesor que debía ir se encontraba en su año de promoción, envuelto en la preparación de un merecido doctorado. Mi cercanía a esa hermosa isla del Caribe y la tenencia en activo de una visa norteamericana, hacían factible el traslado allí. Fue así que, auxiliado por mi esposa, animados con la idea de servir, en un país para nosotros desconocido, emprendimos una nueva aventura misionera.
Antes de partir, pedimos referencias de aquellos parajes a personas cercanas, con el propósito de tener alguna idea anticipada. Mi buen amigo, Ricardo Rosales, que me precedía en experiencias allí, y nos condujo al aeropuerto, avizorando aquel horizonte, nos dijo algo alarmado: “República Dominicana… ¡Aquellos es puro Guantánamo! Vas a sentir que estás en Oriente…” Quizá el lector foráneo no sepa que la tal provincia es el extremo opuesto de la capital cubana en todos los sentidos, y sin desdecir de los méritos patrióticos y humanos que tienen los que allí nacieron, el comentario de mi amigo y la comparación que hacía nos sembraba la expectativa de irnos a un lugar de pobreza demográfica, social y económica.
Por otro lado los misioneros puertorriqueños que visitaban asiduamente a La Habana, capital de mi verde caimán, eran personas muy alegres, y en sus arrebatos de buen humor, cuando hacían bromas, y cuentos, y empezaban diciendo: “…era un puertorriqueño, un americano y un dominicano…”, ya uno sabía que, en el cuento, la barbaridad la haría el dominicano, porque siempre era así en sus ocurrentes historias. En pocas palabras, estábamos predispuestos respecto a tener experiencias teológicas, literarias y culturales no muy halagüeñas.
Salimos mi esposa y yo de la Terminal No. 3 del Aeropuerto Internacional “José Martí”, en el vuelo CU-200, de Cubana de Aviación, rumbo a Santo Domingo, República Dominicana, el jueves 1 de octubre de 2015, a las 9:40 AM. Llegamos al Aeropuerto Internacional “Las Américas”, de la capital dominicana, a las 12:00 M.
La llegada fue relativamente tranquila, solo que esperaron a que terminara la larga fila para ponerme en conocimiento de que debía pagar el impuesto antes de ser atendido. Hmmm… A mi regreso después de cumplir con los “agradables” taxs, advertí que me atendería un funcionario mitad dominicano, mitad haitiano; así es que le dije a mi esposa: “Te veo hablando creole…”. Afortunadamente la comunicación no fue difícil, y tras un “bienvenido a la República Dominicana”, salimos, antes de que se arrepintieran, por un serpenteante laberinto de pasillos y puertas. Pronto estábamos en la calle. Ya habían llegado los representantes del Instituto; no los conocía, así es que, al pasar la vista sobre ellos, le comenté a mi esposa: “Mira a esos taxistas; como se parece el logotipo del cartel del hotel ese que tienen en la mano a…” Reaccionamos: “¡El logotipo de la Facultad!”
Bueno…, en pocos minutos estábamos en la sede del Instituto Bíblico. Allí nos sentaron unos treinta minutos al sol, en un banco hecho de lo que me pareció era la madera más dura del mundo; regresaron entonces mis sufridos choferes: “No hay almuerzo; le vamos a dar el de nosotros”. Por más que traté, no fue posible disuadirlos de aquella idea. Mis heroicos hermanos se quedaron sin almorzar, en favor nuestro. Me pregunté si no podían haber previsto aquello. Comenzaron a correr pensamientos…
Tras otra larga espera, esta vez en el florecido parque del Instituto, dos jóvenes llegaron a recoger la basura. En lugar de colocar la boca de la bolsa dentro del tanque, la orientaron alrededor, por el exterior, de modo que, al virar la bolsa, toda la basura se vino afuera… “Ya hicieron la primera”, le dije a mi esposa. Estuvimos treinta minutos desternillados de la risa.
A la par que advertimos en los dominicanos una cultura amistosa, noble y sana, podíamos ver lo difícil que les era moverse en círculos de pensamiento abstracto, o hacer cálculos sencillos con los vueltos correspondientes a los pagos en las tiendas. Decirnos el equivalente de una cifra en dólares respecto al peso dominicano fue para cierta funcionaria del Instituto una tarea ardua. Pedí al administrador una pedazo de tabla que hiciera el papel de mesa en el dormitorio; dos días después no la había podido encontrar. Me sentaba en el suelo y usaba la cama por mesa. Los mosquitos campeaban por su respeto, sembrando de paludismo la frontera con Haití; al respecto ninguna ventana estaba protegida; una epidemia de chikungunya asolaba la ciudad.
En los últimos días la falta de agua hizo que bañarse fuera una posibilidad tardía, que alcanzaba su cumplido en horas avanzadas de la noche. Veía pasar al Profesor norteamericano Marcus Gayle Grisbee —impartía en la misma sede el Instituto de Superación Ministerial (ISUM)—, callado, sufrido, soportando estoicamente, el calor, el picar incesante de los insectos, la demora en el aseo, la incomunicación con los suyos —la internet caía constantemente—. “Esos son problemas que yo no puedo resolver”, repiqueteaba el administrador. “No lo dudo”, musitaba yo desde algún rincón irónico de mi alma.
Al regreso, en el aeropuerto, costó casi cuarenta minutos que los oficiales aduanales entendieran por qué llevábamos una bolsa de medicinas grande, donada por el pastor, Silverio M. Sánchez Bello y su noble Iglesia. Examinaron largamente mi viejo carné de médico, donde es claramente visible el número de registro profesional, a la par que iban una y otra vez sobre los documentos de mi esposa que le acreditaban como Licenciada en Ciencias Farmacéuticas.
En conclusión, y sin el ánimo de que se lastime el amor propio de los nacidos en esa hermosa isla: acostumbrados nosotros a tratar con cubanos, que se saben el final de una historia cuando usted todavía está contando el principio, me parecían los dominicanos muy lentos de entendimiento y nada aptos para resolver un problema que requiriera dar tres pasos en secuencia.
Algo que me hacía remiso a cualquier otra consideración favorable para ellos era la proximidad de Haití, el pueblo más pobre de la tierra, con el que comparten la misma isla. Los haitianos tienen una crecida presencia demográfica en República Dominicana, que alcanza cifras de entre uno y dos millones. Esto último, unido a las características propias del dominicano, condenaba, en mi criterio, a un irreversible y perpetuo cataclismo social y económico.
Algo, sin embargo, me llamaba poderosamente la atención: ¡qué clase de ciudad tenían!, ¡qué comercios, y moles de tiendas! El Superintendente General de las Asambleas de Dios de República Dominicana, el Rev. Nérsido Borg Cedeño, un hombre muy amable, valiente y capaz, que se mueve sin escoltas por doquier, nos llevó a un supermercado de tipo Silvain, situado en el centro de la capital; éste se levantaba pareciendo querer llegar al cielo; podría pensarse que por su imponente arquitectura debía verse desde todos los rincones del mundo; se desbordaba con toda clase imaginable de riquezas. Una inmensa pecera de agua transparente, llena de exóticas especies, componía al pasar un cuadro que, por su belleza, ni aún en Miami vi. ¡Cuántas frutas llenaban las despensas!, ¡inmensos los plátanos!, ¡qué limpios los productos ofertados a granel! La dinámica de la vida comercial de Santo Domingo, que después vería más de cerca en las calles, y en otros pueblos, no se me parecía a nada conocido.
La vialidad mostraba una riqueza de medios de transporte asombrosa. Por las limpias calles de la ciudad manejaban todos, un poco alocadamente, sin respetarse para nada los derechos de vías, pese a lo cual no había que lamentar colisiones; sin que se oyera una voz de reclamo o protesta, todos se ordenaban finalmente como dirigidos por la batuta de un director invisible. La policía, que me pareció cordial, sufría, a la par del resto del pueblo, los alocados cambios de carriles de los autos vecinos. Aquel caos era endémico.
A la apreciación de las notables bondades de la economía dominicana se añade, a todo el que llega del exterior, la impresión de su acogedor clima tropical que, en complicidad con la belleza de sus costas, dibujadas azarosamente en playas de arena fina, hacen de la República Dominicana un referente del turismo en América. Con justicia le llaman “Quisqueya la bella”. Muchos acuden a presenciar El Salto del Limón, allá en la Península de Samaná, al noreste de la isla. Rodeado de la vegetación propia del bosque húmedo se trata de una impresionante cascada que salta impetuosa en caída libre desde cuarenta metros de altura. Muchos le consideran el salto más hermoso del Caribe.
Algo entonces no encuadraba bien dentro de mí: era el curioso contraste de los dominicanos —nada despiertos— y los extraordinarios logros que tenían, fuese en sus ciudades e impresionante capital, o en lo referido al floreciente turismo internacional. Una cosa no estaba en armonía con las otras. Demoré varios días en descubrir el secreto. La revelación me llegó en un paréntesis casual. Hacíamos una corta salida, cuando nuestros choferes, el experimentado Ramón Orlando Alcántara, y su ayudante, ante una bandera dominicana que flameaba libremente, ondeando en el limpio aire de la mañana, nos comentaron: “En el centro de la bandera hay una Biblia”. “¿¡Cómo…!?”, troné desde el asiento trasero. Me contestaron: “Allí…, en el centro de la bandera…, hay una Biblia abierta”. Recuperándome de la sorpresa pregunté, con alguna incredulidad: “¿Tienen una Biblia abierta en la bandera?” “Oh, sí”, me dijeron, “y en el centro tiene a Juan 8:32: ‘Conoceréis la verdad y la verdad los hará libres’”.
Una Biblia en su bandera…
Hurgué en internet, algo escéptico, y efectivamente, ¡era así! Venía a ser el único pueblo de la tierra con tal singularidad. Ni siquiera los ingleses, cuna de las Sociedades Bíblicas Mundiales, podían exhibir ese detalle. Los dominicanos tienen en el centro de su bandera una cruz blanca; ésta llega hasta sus extremos, y representa la paz y la unión del pueblo. En la parte superior, del lado del asta, aparece un cuadro azul ultramar, alusivo en su color al cielo que cubre la patria, y desde el cual Dios la ampara y defiende. Del otro lado del vertical de la cruz blanca aparece un cuadro de color rojo bermellón, que representa la sangre derramada en favor de la nación. En la parte inferior, se invierte la ubicación de los cuadros azul y rojo. En el centro de la cruz blanca, en una posición tan significativa como lo es el centro mismo de la bandera, aparece el Escudo Nacional (1). Éste tiene los colores de la bandera distribuidos de la misma forma, y en su centro, para absoluta sorpresa, una Biblia, sobre la que aparecen escritas las palabras del evangelio según Juan, capítulo 8, versículo 32: “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres”. Sobresaliendo encima del borde superior del libro sagrado se aprecia una cruz. Completando la imagen aparecen lanzas, cuatro banderas nacionales sin escudo, y dispuestos a ambos lados, un ramo de laurel a la izquierda y uno de palma a la derecha. Este bello conjunto está coronado todo por una cinta azul ultramar, en la que se lee:
“Dios, Patria y Libertad”. En la base hay otra cinta de color rojo bermellón cuyos extremos se orientan hacia arriba con la identificación nacional: “República Dominicana” (2). Es bello; realmente bello.
Una Biblia en el centro del Escudo Nacional, y éste en el centro de la bandera. Qué significativo. Fue toda una revelación. Entendí la clave de la desproporcionada bendición que tienen los que allí viven, con relación a un nada sugerente capital humano. Me aguardarían el resto del tiempo otras sorpresas.
Auxiliado por mi esposa estuve impartiendo las clases correspondientes al módulo de la Facultad de Teología en el Instituto Bíblico Pentecostal de Santo Domingo, entre el lunes 5 y el viernes 9 de octubre de 2015, completando treinta horas de conferencias. Trabajamos bajo la dirección del Profesor norteamericano Miguel Caldwell, Director del módulo. Estuvieron presentes diez alumnos venezolanos, siete dominicanos, y un salvadoreño. Todos, con excelencia, dieron lo mejor de sí.
Al término de esta agotadora jornada, y como representante en Cuba del Círculo de Escritores de las Asambleas de Dios en América Latina, fui invitado por el Rev. Silverio M. Bello Valenzuela, un dominicano ilustre, ex Superintendente General de las Asambleas de Dios de República Dominicana, y director del Círculo de Escritores de las Asambleas de Dios de América Latina (CEADAL), a fin de hacer un breve recorrido en los días restantes, por las Iglesias de la capital. Esto permitió abrirnos hacia los barrios vecinos. Viñetas enormes con textos bíblicos, muy visibles, se podían leer en casi todos los puentes elevados; hacían llamados a salvación y vida eterna. Las iglesias estaban llenas, a veces apenas encontrábamos lugar para sentarnos. Tengo el recuerdo fresco del bullicio natural que una asombrosa cantidad de niños producía en una de las congregaciones visitadas. El lunes, a la tarde, fui invitado a una sede cercana; no esperaba asistencia. Al llegar, con asombro, vi el templo desbordado…
No es un pueblo perfecto; tienen problemas por resolver, pero es muy llamativo el hecho de ser un país completamente alcanzado por el evangelio, con una libertad absoluta para la predicación. Hay presencia del evangelio en todos los estratos sociales. El domingo 11 de octubre, en el cierre de la Escuela Dominical, el pastor Silverio M. Bello, pidió a un líder despedir el culto; éste pasó adelante, de completo uniforme, con una pistola de reglamento en la cintura: era un oficial de seguridad, y aunque le parezca raro —para mí lo fue—, así, armado, oró.
Regresamos mi esposa y yo en el vuelo CU-201, de Cubana de Aviación, el jueves 15 de octubre. Salimos del Aeropuerto Internacional “Las Américas”, del bellísimo Santo Domingo, a la 1:30 PM. Llegamos al capitalino Aeropuerto Internacional “José Martí”, Terminal No. 3, a las 3:50 PM.
Era un día cálido; todavía el sol se dibujaba alto en el cielo. Mientras el avión, con un andar algo taciturno, casi triste, se movía por la pista, acercándose a la estación, vi ondear el pabellón cubano; intentaba flotar en el viento. En el único lugar en que me he sentido libre alguna vez, en mis sueños, ese reducto íntimo a dónde solo llega Dios, allí quise soñar, por un instante, qué sería mi país si en su bandera una mano piadosa y sabia, como lo hizo aquella en República Dominicana, adosara con amor una Biblia abierta. Pensé en mi pobre pueblo, con tanto genio mutilado, tanto potencial desperdiciado, tanta prosperidad cercenada, tanto brillo apagado, por una doctrina atea, que no tuvo eficacia ni aprobación mundial ni en lo filosófico, ni en lo económico, ni en lo social, en ningún lugar del mundo donde se experimentó… ¡Qué diferencia tan grande haría en los rumbos de la patria aquella Biblia abierta!
Tienen mucho que enseñarnos los dominicanos; es un pueblo “condenado” por un grave fatalismo demográfico, sin fronteras con naciones prósperas, sin petróleo, tiene por vecina a la nación más pobre del mundo. En lo humano ¡debe colapsar!
Pueblo sabio, que colocó una Biblia abierta, con palabras que un día salieran directamente de la boca de Jesús, rubricadas en su más respetada insignia. Pueblo sabio que deja al mundo tal corolario: “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn. 8:32). Allí lo lee cada pequeño que, lleno de vida, va a la escuela; cada soldado, que en la mañana se levanta, y orgulloso la contempla; cada presidente que ante ella jura fidelidad a su pueblo. Dios bendiga a la República Dominicana, un pueblo del que tienen algo que aprender todos los pueblos de la tierra.
Cuando visites la República Dominicana, y sorprendido por los fértiles cultivos de sus campos soleados, adviertas cuánto fruto da esa tierra, cuando te asombre el ondular cabrilleante de las olas en sus playas transparentes, y veas turistas de todas partes seducidos por la hermosa geografía, cuando acogido por la hospitalidad citadina y campesina de este alegre pueblo te preguntes cómo lograron, en un contexto tan extraño, una victoria así, recuerda: en el corazón de su más venerada insignia ese pueblo tiene una Biblia abierta.
__________