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viernes, 1 de septiembre de 2017

Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio

“No somos conscientes de todo lo que recordamos”. No es un contrasentido. Esta afirmación es el legado de Sigmund Freud. No todos entienden totalmente la extensión y las consecuencias de este descubrimiento en la explicación de la conducta humana. Las personas queremos ser libres. Mejorar las respuestas que damos a los avatares de la vida, pero, en un final, advertimos que, inexplicablemente, somos empujados en determinadas direcciones. Recuerdos y más recuerdos, de los que no somos conscientes, modelan la conducta, enrumban las respuestas, determinan ese alud de inexplicables emociones, muchas de ellas pecaminosas, que dan al traste con un hondo descubrimiento, y es que no somos libres. Un niño es mordido por un perro; llegará a ser un adulto, y no podrá explicarse como, siendo un ser fornido, les teme a esas criaturas amistosas, al punto que sus ladridos de juego le hagan sudar. No es consciente de aquel recuerdo que vive escondido en él.
Escenas de hondo significado, por la tristeza y pesar que causaron, evocadas como marea inusitada en súbitas melancolías; soledades vividas que dejan memorias de desamparo; enojos desbordados y expansivos ante escenas que vinculamos a recuerdos de violencias de las que no somos conscientes… Todo un mundo de cosas interiores y lejanas determinando la conducta, el pensamiento, la voluntad, y las emociones de estas criaturas tan complejas que somos los humanos.
Nuestra memoria consciente es solo la parte visible del iceberg.  Detrás de lo que llamamos “ataduras espirituales”, “cautividades”, cosas así, muchas veces lo que están son los recuerdos, ese mundo inconsciente, escondido, pasado, lejano…
El salmista lo descubrió un día. Su oración desesperada lo evidencia: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Sal. 51:10).
Las memorias tienen grados en la escala del mal. La peor de todas tiene que ver con un germen que nos infecta desde el momento de nacer; se llama pecado. Es memoria lejana y trasmitida; nos llegó desde nuestros primigenios padres. Ellos fueron contaminados en el Edén. Los empiristas la niegan; los ateos, desde su acre ignorancia de todo, se mofan. El apóstol Pablo escribe de ella en un lenguaje de cuasi desesperación. Con sus palabras traza desde sí la consecuencia dejada en nosotros en el estrato más profundo de lo inconsciente por esa huella, por esa memoria:

Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? (Ro. 7:15-24).

A la acción que rompe el efecto de estas tenebrosas memorias, Pablo le llamó, en la carta que escribió a Tito, “regeneración”: “Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo (Ti. 3: 4, 5). 
Jesús, en términos más sencillos, mientras hablaba con un anciano llamado Nicodemo, le llamó a esa experiencia: “nuevo nacimiento”. Así lo rubrica el evangelio de Juan: “Respondió Jesús y le dijo: ‘De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios’” (Jn. 3:3).
La nueva vida en Cristo no es una opción entre otras; es el único camino a la liberación del efecto que tienen en nosotros las horribles memorias que nos sembraron, especialmente aquella con la que ya nacimos.
Ven a Cristo; sé libre.


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