Nos dio al Salvador del mundo.
Nos dio la Biblia, la Iglesia, los profetas.
Nación alguna impactó más el curso siguiente de la humanidad.
La era moderna presenció el milagro de su restauración, y con ella la eclosión de los más renombrados Premios Nobel. Trajo al mundo asombrosas tecnologías; revolucionó la agricultura, la ganadería la informática, la medicina. Por los caminos de Einstein nos dio una nueva cosmovisión.
El Evangelio, que nació de sí, cambió para siempre el rostro de la humanidad.
¿Qué recibe hoy a cambio?
El más azufrado antisionismo del totalitarismo islámico.
La animadversión de la izquierda latinoamericana.
La amenaza rusa.
La indiferencia china.
El gélido espaldarazo de la ONU.
El silencio cómplice de los que desconocen que el reloj profético y el eje sobre el que gira la historia es Israel, y no el petróleo árabe.
Nada podrá destruirla; su supervivencia está juramentada por Aquel que se llamó a sí mismo «el Santo de Israel» (Is. 37:23), por Aquel que la llamó «mi pueblo» (Lv. 26:12): «Así ha dicho Jehová, que da el sol para luz del día, las leyes de la luna y de las estrellas para luz de la noche, que parte el mar, y braman sus ondas; Jehová de los ejércitos es su nombre: Si faltaren estas leyes delante de mí, dice Jehová, también la descendencia de Israel faltará para no ser nación delante de mí eternamente» (Je. 31: 35, 36).
Tierra Santa, bañada por la Sangre carmesí del Salvador: cercana está la mañana en que el Monte de los Olivos se partirá en dos al regreso del Señor Jesús, Mesías de Israel, esperanza bendita de todos los hombres (Zac. 14:4).